Puede que en España no nos distingamos por nuestra habilidad para solucionar los problemas de la sociedad, pero somos insuperables a la hora de tomárnoslos a chufla, como si pensáramos que, total, ya que no vamos a arreglar nada, mejor echarnos unas risas y todo eso que nos llevamos.
Viene a cuento este exordio de las nuevas (y discutibles) medidas para afrontar un problema real: el acceso de menores a la pornografía a través de internet, que distorsiona el sexo a una edad muy temprana en la que no solo no se entienden las relaciones amorosas, sino que no se entiende prácticamente nada.
Por lo que he leído, las medidas en cuestión consisten en que los usuarios de las páginas porno acrediten que son mayores de 18 años, cosa sencilla hasta ahora porque a los indeseables que dirigen esas páginas (o pájinas, ustedes ya me entienden) se la pela la edad del consumidor, pues solo piensan en la pasta que le sacan: si luego un crío de 13 años practica asfixia erótica con una niña de 12, a ellos que les registren, ya que el pequeño rijoso ha asegurado ser mayor de edad y ellos confían ciegamente en la honradez de sus clientes.
Uno de los problemas de la nueva ley para la supuesta protección de la infancia consiste en que solo rige para empresas radicadas en España, con lo que, entre las que emponzoñan el ambiente desde otro país y las que lo harán a partir de ahora, no se habrá conseguido nada razonable. Confiar en la autorregulación del sector es como creer en los Reyes Magos o el socialismo neoliberal de Pedro Sánchez, aunque, evidentemente, sería lo deseable, pero también era deseable una ley como la que acabó siendo conocida por lo de solo sí es sí y la que se aprobó, inspirada por esa lumbrera que es Irene Montero, solo consiguió los efectos contrarios a los prometidos, como se pudo comprobar con la reducción de condenas para violadores y demás gentuza.
Las brillantes medidas del Gobierno incluyen, además, una cláusula dirigida a los adultos que nadie sabe muy bien a qué viene y que consiste en una especie de cartilla de racionamiento para la práctica del onanismo (el ingenio español ya la ha rebautizado como el pajaporte).
Según he creído entender, la cosa va de una especie de vale para 30 visitas a páginas porno al mes (¡una gallarda por día, no vayamos a quedarnos ciegos!), que hay que renovar cíclicamente y volver a dar las veces que hagan falta tus datos personales, que, según el Gobierno, se tratarán con una discreción admirable (eso sí, nadie ha pensado en el ansioso sediento de amor del bueno que gaste el vale mensual en una semana y se haya de tirar las tres siguientes a pan y agua: ¡un poco de humanidad, por el amor de Dios!).
La conclusión a la que he llegado es que la nueva ley, además de no servir para acabar con el consumo de guarreridas por parte de la chavalería, servirá básicamente para fiscalizar el recurso a la masturbación a cargo de la población adulta española. Con lo que nos encontramos ante una nueva idea de bombero procedente del Gobierno más progresista de la historia (dirigido, además, por un romántico empedernido que, pese a los años de matrimonio, sigue profundamente enamorado de su esposa).
Creo yo que, para solucionar el tema de la pornografía online que puede hacer fosfatina el cerebro de nuestros menores, haría falta un acuerdo a nivel europeo o, a ser posible, mundial. Ya sé que eso resultaría extremadamente difícil y complicado, pero aprobar leyes que no sirven para nada (amargando la vida, además, del onanista ocasional o compulsivo mayor de 18 años) es aparentar que se hace algo a ver si cuela y la gente se lo traga. Cosa bastante difícil de conseguir, como demuestra el inusitado éxito que está teniendo el simpático neologismo pajaporte.