Hay gente (a la que no soportas) que cambia de oficio y, al principio, se lo agradeces. Hasta que descubres que es peor el remedio que la enfermedad y que en su nueva ocupación resultan aún más dañinos y tóxicos que en su primera vocación. En el mundo de la canción en catalán se dan dos casos de manual: La Trinca y Lluís Llach, a los que tuve que soportar durante mi adolescencia, pese a mis notables esfuerzos por darles esquinazo: estaban hasta en la sopa. Siempre me pareció que los miembros de la Trinca tenían la gracia en el culo (con perdón), pero cuando Josep Maria Mainat y Toni Cruz se libraron de Miquel Àngel Pasqual y se lanzaron a la producción masiva de telebasura, casi eché de menos a aquel grupo seudomusical que tantos de mis conciudadanos consideraban hilarante.
A Lluís Llach nunca lo aguanté y siempre me pareció un cursi y un blandengue, además de un pretencioso que se lanzó a componer unas suites que no había por donde cogerlas (yo era fan de Jaume Sisa y Pau Riba), así que cuando se retiró, di gracias al Señor y recordé aquello de que Dios aprieta, pero no ahoga. Se me olvidó considerar la posibilidad de que le diera por convertirse en el guardián de las esencias catalanas, como así ha sido (lo cual no le impidió registrar su fundación en Madrid porque había que apoquinar menos que en Cataluña).
Desde que está al frente de la ANC, el señor Llach se ha convertido en una especie de caudillo providencial que intenta llevar a sus huestes (cada día más mermadas) por lo que él cree que es el buen camino (por cierto, aunque era socio de la ANC, nunca pagó las cuotas mensuales hasta que vio que podía hacerse con la presidencia de tan funesta institución, momento en el que, aunque intuyo que refunfuñando, se puso al día en cuestión de pagos).
Una vez convertido en presidente, el hombre se ha venido arriba y les dice a los partidos políticos independentistas lo que pueden hacer y lo que no. Primera orden: no contribuir en absoluto a hacer presidente de la Generalitat a Salvador Illa, pues el taimado socialista es de los que apoyaron el 155. Ni Junts, ni ERC ni la CUP pueden ayudar a Illa a hacer su sueño (y el de Pedro Sánchez) realidad. Y si le desobedecen, el nuevo tiranuelo amenaza con movilizaciones sociales (es decir, soltar las masas indepes por las calles catalanas, aunque lo de masas resulte una exageración en la situación actual del separatismo).
No sé si Llach ha decidido seguir el ejemplo de Joe Biden y lanzarse a chochear o si su relación con la realidad es, cuando menos, oblicua. La CUP no pinta nada (ni ahora ni cuando concluya su famoso proceso de Garbí, una supuesta refundación de la pandilla). Junts ha acaparado los votos independentistas y contribuido a tildar de traidor y botifler a Junqueras (¡manda huevos!: para eso se tiró el beato cuatro años en el talego, mientras el heroico Puigdemont, a quien Llach le ve todas las gracias, se daba el piro y se instalaba en Flandes para idear diferentes maneras de sacarle los cuartos a la grey soberanista). Y ERC está en plena fase de derribo y necesita al PSOE de Sánchez para sobrevivir: las encuestas les auguran un hundimiento del copón en una posible repetición de elecciones.
ERC sobrevivirá mientras le sea útil a Sánchez para mantenerse en el poder, ya que entre la parroquia indepe goza de muy mala fama. Puede que Lluís Llach siga creyendo que la independencia del terruño es inminente, pero en ERC son plenamente conscientes de que los buenos viejos tiempos del prusés han quedado atrás y ahora toca salvar los muebles, aunque, de cara a la galería, haya que seguir poniendo cara de feroz independentista.
Todos sabemos (los de ERC, los primeros) que el concierto económico que exige la fugada Marta Rovira desde Suiza es una jugada de cara a la galería (a ver si recuperan a algunos de los que se hayan pasado a Junts) que conseguirá, a lo sumo, unos milloncejos del Estado para Cataluña, a cambio, claro está, de contribuir a que Illa llegue a presidir la Generalitat. No sé de dónde sacará Sánchez esos milloncejos sin que se le reboten, con toda la razón, otras comunidades autónomas que no pillen cacho, pero es muy capaz de llegar a una solución de compromiso que no cabree (demasiado) a nadie: así es él de proactivo y resiliente (sin por ello dejar de estar profundamente enamorado de su esposa).
Las instrucciones, pues, de Lluís Llach son un desiderátum que no tiene la menor posibilidad de hacerse realidad. La unión de Junts y ERC es imposible, pues se odian mutuamente más de lo que odian a España. Y, sobre todo, se trata de sobrevivir a una tesitura que no les es muy favorable. En ese sentido, o ayudan a Illa (y a Sánchez) o se van al carajo (con la de cargos que se perderían y monises que dejarían de llegar). Ante semejante coyuntura, las amenazas de Lluís Llach no creo que le quiten el sueño a nadie de lo que queda de ERC. Y, poco a poco, el provecto cantautor se irá convirtiendo en una especie de viejo chiflado que, como se dice por aquí, no toca ni quarts ni hores.