¿Que Sean Scully se va de Barcelona? No pasa nada: Madrid nos envía un sustituto de campanillas en la figura de Pablo Iglesias. Y me dirán ustedes: hombre, no es lo mismo un artista de relumbrón que un charlatán que quería asaltar los cielos y se conformó con un chalé en Galapagar. Tienen razón, pero me temo que la Barcelona actual, víctima de una decadencia propiciada por la acción conjunta de los lazis y los comunes (y corrientes), no puede aspirar a mucho más. Reconozcámoslo: aquí ya solo vienen los que ven oportunidades de pillar cacho, y Pablo Iglesias tiene unas cuantas en su condición de líder indiscutible de la NII (Nueva Izquierda Imbécil). Por el mismo precio, vuelve a sus raíces tras unos años asomado al gran mundo de la política española, ofreciendo al mismo tiempo a quienes le van a mantener una (falsa) apariencia de ecuanimidad y progresismo. Veamos:
Con su trabajo en la UOC (Universitat Oberta de Catalunya) se reintegra a la docencia que ejercía en la Complutense de Madrid, pero sin el engorro de la cosa presencial. Colaborar en el CTXT del diario Público lo acerca a su propietario, Jaume Roures, del que siempre puede caer algo, ya que el entendimiento entre esos dos farsantes de la izquierda es público y notorio. Y como tertuliano en el programa de Jordi Basté en RAC1, aporta una pátina de supuesto progresismo que al señor conde de Godó le viene muy bien sin causarle el menor problema al amigo Basté, ya que Iglesias no va a soltar ninguna inconveniencia sobre el lazismo, en el que, como insuperable mascarón de proa de la NII, siempre ha confiado para ayudarle a instaurar la Tercera República Española (¡que Dios le conserve la vista!). Si a ello añadimos que con su cambio de ciudad Pablo pone tierra de por medio con la parienta –según las lenguas de doble filo, siempre tan activas en la capital del reino, la pareja no pasa por sus mejores momentos--, tendremos uno de esos win win de los que tanto le gustaba hablar al Astut Mas (al que aprovecho para felicitar porque hace días que no le embargan nada).
Pablo Iglesias vuelve a sus orígenes en una nueva ciudad. Sustituir la mansión de Galapagar por un pisito en Barcelona tiene que resultar molesto, no lo negaré, pero no todo el mundo cambia de lugar de residencia con tres ofertas de trabajo. Por no hablar de que siempre puede caer una asesoría en Can Colau (¡será por asesores!) con la que redondear sus ingresos. O apariciones en TV3 porque el otro producto exportado recientemente de la capital, el inefable Cotarelo, es intratable. Dice Iglesias que lo suyo va a ser, a partir de ahora, el periodismo crítico: aceptamos pulpo como animal de compañía. Pero ya sabemos a dónde se enfocará su crítica y a donde no: en el ecosistema de la opinión periodística barcelonesa, Pablo resulta absolutamente inofensivo y es de gran utilidad para blanquear a nuestra derechona, ya se trate de la de toda la vida (la del señor conde) o de la procesista (Iglesias siempre ha sido de esos amigos de Cataluña de los que muchos catalanes prescindiríamos encantados).
De la misma manera que el banco le concedió sin problemas la hipoteca para adquirir la mansión con piscina (porque no representaba ningún peligro para el sistema en su condición de charlatán chulesco), la Barcelona que no va a ninguna parte lo va a recibir con los brazos abiertos. Puede que algunos prefiriéramos tener de vecino a un artista contemporáneo antes que un demagogo anclado en los años 30, pero la ciudad da de sí lo que da y aquí ya solo se instala gente como el señor Iglesias, quien vuelve por narices a sus raíces y está a la que salta, a ver qué pilla y a medrar lo que se pueda: la Barcelona biempensante no tiene nada que temer de él.