Los gudaris catalanufos, unidos por sus miedos y frustraciones en la coalición Junts pel Sí, proclamaron finalmente, después de un mar de dudas, avances, retrocesos y negociaciones fenicias para que los demás incurrieran en su mismo pecado, que consiste en pretender legislar fueros (imperiales) sin respetar las leyes realmente vigentes, su república imaginaria en una asamblea con mucho terciopelo rojo y la mitad de los escaños vacíos. Ellos cantaron el himno patriótico, contaminado quizás para siempre por su obscena utilización partidaria, en una sala noble. En la calle algunos fanáticos del prusés lo festejaron con cava y gritos de Visca Catalunya, como si hubieran conseguido la copa rota de un torneo de fútbol. Hasta TVE, controlada por Rajoy, hablaba de "un día histórico", como si la proclamación de la nada, además de inconstitucional y efímera, tuviera alguna validez. La historia, ya lo sabemos, también se escribe con las infamias, pero estos lapsus expresivos dan una idea de la extraordinaria perversión mental que, como una radiación, ha conseguido el nacionalismo.

La respuesta del Estado, la aplicación estricta de la ley, supondrá el procesamiento de Puigdemont, la destitución efectiva del Govern y la imputación de la mesa del Parlament por delitos de rebeldía y sedición retransmitidos por tierra, mar y aire. Los juzgados se van a llenar de mártires pijos que probablemente entonces descubran que las cárceles no son hoteles de cinco estrellas, sino prisiones donde lo que se aplica es la ley sancionada, no la inventada. El tránsito va a ser duro: pasar del terciopelo y el coche oficial a las sillas sin mullir no es nada agradable, incluso aunque se haga en nombre de la Santa Patria. El suicidio de la autonomía catalana, cuya génesis no es más que un chantaje a todos los ciudadanos para que miremos hacia otro lado mientras sus infames élites, empezando por la Sagrada Familia Pujol, se absuelven a sí mismas, busca anular la Constitución y hace peligrar el único consenso de mínimos que existe en un país tan surrealista como la ibérica España.

Los soberanistas no sólo pretenden robar las calles, la paz, la tranquilidad y el dinero a la mitad de los catalanes. Desean que todos los españoles suframos también un retroceso en nuestras libertades

Los soberanistas no sólo pretenden robar las calles, la paz, la tranquilidad y el dinero a la mitad de los catalanes. Desean que todos los españoles suframos también un retroceso en nuestras libertades. De sentimentales, pese a las lágrimas de cocodrilo que derraman, no tienen nada. Son atracadores desalmados. Y, dados los hechos, delincuentes reincidentes. Como tal deben ser tratados por la justicia, que juzgará sus actos, no sus ideas. Sus grandes gestas son haber dividido a una sociedad tradicionalmente liberal y sustituir la palabra por las hordas callejeras, por supuesto sin que a ellos les suceda nada, cobijados entre los abrazos de quienes desde hace décadas se lucran manipulando la identidad cultural. El pulso, innecesario, ya está consumado. Sólo resta esperar a ver cómo se rompen la muñeca. Y después votar.

La razón de Estado, que es el territorio en el que ellos han situado su guerra, no podía permitirse el lujo de ceder. Ni debía negociar sin que los nacionalistas volvieran a la senda constitucional ni ahora puede ni debe tolerar la explosión sistémica que implica el desafío nacionalista, una revuelta de cobardes que se amparan en el voto secreto --¡dentro de una cámara legislativa!-- para no asumir en persona las consecuencias de sus decisiones, donde el president decide una cosa y su contraria, un día es un traidor (hubiera tenido que exiliarse a Madrid) y otro un héroe, y los políticos de izquierda sacrifican la agenda social, que debería ser la única prioridad de esta nación maltrecha, para tocar los tambores de la tribu. La historia de España, escribió Gil de Biedma, es la más triste del mundo porque siempre termina mal. Es la tragedia secular de un país exagerado donde el espíritu reformista o no existe o es burdamente aniquilado por el absurdo antojo de babear sobre una bandera roja y amarilla.