Albert Camus, el gran escritor francés, dijo una vez que el único problema filosófico verdaderamente serio que existe en la vida es el suicidio. A su lado, los demás conflictos sobre la existencia no pasan de ser pasatiempos. Algo similar ocurre en el ámbito de la política. Toda la discusión pública, aunque se nos presente ante los ojos con distintos ropajes, generalmente bajo la forma de un teatro del absurdo, se reduce a una dialéctica muy primaria basada en un único interrogante: ¿estás a favor o en contra del sistema? La política posmoderna, además de superficial, frívola y viral, se ha convertido en maniquea. Probablemente porque la realidad que la configura también lo sea.

Bien mirado, nuestro mapa político, tradicionalmente retrasado en relación al entorno continental, ya está plenamente al día, lo que, frente a lo que se cree, constituye una indudable desgracia. Las opciones políticas son más que hace sólo seis años, sí, pero no han traído pluralidad de ideas, sino una confluencia de intereses inmediatos, administrada por gente sin paciencia, que amenaza con crear bloques sociales, tabulando así a toda la sociedad.

Por un lado están quienes pretenden derribar el sistema del 78; por otro, los que aspiran a mantenerlo vivo a pesar de su inevitable deterioro orgánico. En el primer grupo se han encontrado los nacionalismos más rotundamente ibéricos --los independentistas catalanes y vascos--, cuya principal característica es negar una españolidad que demuestran todos los días poseer de forma superlativa. A ellos se les ha añadido el neomarxismo de Unidos Podemos, que tras fagocitar a los comunistas históricos abandonaron las machadianas gotas de sangre jacobina de sus hermosos comienzos.

En el frente opuesto, que se denomina a sí mismo constitucional, cohabitan (desde la rivalidad) un PP anacrónico y agotado por la corrupción de los tiempos de Aznar y Rajoy y el mutante proyecto de Ciudadanos (Cs), cuyo viraje hacia el neoliberalismo ha dejado huérfanos a los grandes animales mitológicos de nuestra democracia: los votantes de centro.

Entre ambas orillas se extiende una meseta que no ocupa nadie: el espacio político del reformismo. Cabría preguntarse la razón. Tradicionalmente éste ha sido el punto de equilibrio de la política española, ocupado en su momento (de forma efímera) por UCD y, algo después, por el felipismo triunfante, que terminó sustituyendo a la socialdemocracia, que en España siempre fue una flor efímera.

Ya no es así. Ahora las cosas se han convertido en categóricas. Los socialistas --en su versión sanchista-- están dispuestos a posicionarse en cualquiera de ambos frentes con tal de no abandonar del poder, conquistado por los deméritos ajenos, no por las virtudes propias. Esto explica que Sánchez I no tenga reparo en pactar con el independentismo y esté abierto a cometer la estafa de conceder un indulto en favor los golpistas del 1-O. Ambos planteamientos, según algunos, sitúan a los socialistas fuera del frente constitucional. En simultáneo, vemos al inquilino (sobrevenido) de la Moncloa manifestar su decisión de gobernar (nuestros dineros) por decreto, como si el parlamento fuera un salón de té.

Los socialistas --o más bien lo que va quedando de ellos-- han hecho del relativismo y la insustancialidad su bandera. Las consecuencias pueden ser graves para todos. Más allá de los trampantojos que auguran los sondeos electorales, la política española ha entrado en un bucle muy inquietante. Tenemos a quienes (desde dentro) quieren destruir el sistema constitucional y a aquellos que (desde fuera; aunque simulen lo contrario) desean perpetuarlo, aunque sea mediante procedimientos tan obscenos como el suicidio del Tribunal Supremo a cuenta del impuesto de las hipotecas, una enmienda a la totalidad del sistema que alimenta a quienes desean romper con la herencia de la Transición. A quien no tenemos, a pesar de contar con tantas banderías distintas, es a nadie con un programa político serio para reformar España. ¿Es porque los españoles somos tontos o porque España es irreformable? Elijan ustedes, queridos lectores, la respuesta que más les convenza. No son excluyentes.