La fachada de la catedral de Sevilla, como ocurre en otras muchas ciudades universitarias de España, está adornada con unas antiguas pintadas de color almagre --los vítores-- que, según la tradición académica, perpetraban los egresados universitarios para celebrar el final de sus días de estudio tras recibir el doctorado. Son una suerte de graffitis --mucho antes del graffiti-- que han terminado convirtiéndose en patrimonio histórico. Una forma de gamberrismo a la antigua usanza para celebrar el término (irreal) de una vida consumida entre libros y clases. A Cifuentes, la (todavía) presidenta de esa ficción que es la Comunidad de Madrid, aún no se le reconoce la autoría de ninguno, aunque tampoco es descartable. Sería un gran colofón para su inquietante carrera académica, cuya sostenida impostación a lo largo del tiempo probablemente le cueste el cargo y su honra (política). Todo un logro en un país que ha pasado de tener el mayor porcentaje de analfabetismo de Europa a despreciar la sabiduría y condenar en público esa impertinencia (para los ignorantes) que es la erudición

La España del milagro económico, tornado más tarde en una pesadilla especulativa con su correspondiente bancarrota social, se ha convertido en un país bastante más inculto a medida que crecía su renta. ¿Estudiar? ¿Para qué? Lo importante aquí es la imagen social y el dinero. No es pues extraño que nuestras ilustres universidades vendan títulos al mejor postor  como quien pregona sus naranjas en un mercado. Tampoco debería sorprender a nadie que los rectores, esos antiguos animales mitológicos, autónomos según las viejas leyendas, no sólo hayan perdido el prestigio, sino que sueñen con ser ministros y consejeros políticos. ¿Por qué nos escandaliza que la virreina de Madrid considerase que cualquier medio era válido para adornar un currículum donde sobresalen unos tan excesivos como sospechosos logros académicos? 

España ha pasado de tener el mayor porcentaje de analfabetismo de Europa a despreciar la sabiduría y condenar en público esa impertinencia (para los ignorantes) que es la erudición

La mentira forma parte de nuestro ambiente cultural. En la universidad, directamente, es el ecosistema. A estas alturas habría que poner en cuestión la vida entera de Cifuentes. Desde su ingreso como funcionaria --administrativa-- a sus distintas etapas como partícipe en los consejos sociales tanto de la Complutense como de la Rey Juan Carlos. Si viviéramos en un país serio esta última universidad debería disolverse voluntariamente o por decreto. Ya. Tras el sainete de la presidenta de Madrid, a la que en el PP aún abrazan y defienden; el momento de la oscura funcionaria que manipuló las notas, un rector induciendo --supuestamente-- a cometer un presunto delito y el director del máster acuñando el concepto de “reconstrucción” académica queda confirmado que la función de la URJC no era cultivar el espíritu ni perseguir la excelencia, sino estafar al personal.

El negocio de los títulos de postgrado mueve en España 3.000 millones de euros, pero ni ha mejorado la ética de ciertos docentes ni ha permitido encontrar empleo a buena parte de sus alumnos. Para eso son necesarios los contactos que ofrecen los másters de 10.000 euros por matrícula. Los pasaportes profesionales tienen su precio aun a pesar de su incierto resultado. El engaño de la Rey Juan Carlos no sólo es moral. Es comercial: el producto que una universidad ofrece son sus credenciales. Si las falsifica toda su púrpura se transforma en un fake. La universidad española, cuyo funcionamiento replica el infalible modelo de la Iglesia --el dominio de las célebres capillas--, está tan corrompida como el resto de la sociedad. 

El engaño de la Rey Juan Carlos no sólo es moral. Es comercial: el producto que una universidad ofrece son sus credenciales

En las aulas cohabitan algunos de nuestros mejores profesionales con trepas con suficientes sexenios como para haber aprendido que para medrar hay que ser abierto de mente y flexible ante las circunstancias. Ciertos rectores plagian. Otros saquean sin apuro el erario público vía prejubilaciones doradas o licitaciones públicas. Los claustrales, en algunas academias, son un cuerpo electoral cautivo. Un senatus presto a la extorsión razonable. La vanidad, que siempre fue una pandemia secular en el mundo de los birretes, se ha convertido en estos tiempos en un delirio tal que impide que esta pléyade de académicos se vea a sí misma intentando negar las evidencias y retorciendo el lenguaje para que la verdad no se manifieste. Es patético. El asunto está claro. Cifuentes nunca escribió su TFM y le regalaron el título, con premeditación, sonrisas y alevosía, exactamente como recomendaba aquella entrañable oración cristiana: “...por ser vos quien sois”.