La España oficial sostiene que hemos salido de la crisis. El país real todavía la padece. En algunos casos extremos, como sucede en el ámbito del periodismo, con idéntica o mayor virulencia que antes. Sin final cierto. Los grandes quebrantos sociales surgidos del colapso de la economía se han enquistado. La dualización sociológica es un hecho silenciado en el plano mediático por las interminables guerras indígenas del soberanismo catalán, los casos de corrupción, la desaparición de menores, el maltrato a las mujeres y otros males mayores que ensombrecen el calendario. Tenemos los servicios públicos en una situación calamitosa, las arcas patrimoniales quebradas, las pensiones son una absoluta ficción y las autonomías, en lugar de contribuir a un proyecto común, hacen la guerra por su cuenta, practicando además un victimismo infantil. El malestar general sigue siendo la nota dominante.

En teoría parece haber pasado el momento más crítico en términos políticos: la monarquía intenta --con éxito discreto-- volver a ser lo que fue (un imposible cuento de Camelot adaptado a los tiempos posmodernos) y el bipartidismo, hace algo más de un lustro aterrorizado por la inminente llegada de los bárbaros, respira más tranquilo que antes. Las columnas del templo de la (relativa) democracia española resistieron el envite, y los salvajes, aunque penetraron en la catedral, por el momento respetan el rezo del rosario. El arco parlamentario se ha enriquecido, aunque la política patriótica continúe siendo, como siempre, la propia de un viejo casinete decimonónico de provincias. Hay más actores políticos que antes, pero esta variedad no ha servido ni para regenerar el sistema ni para modificar la escala de prioridades. Nuestras élites creen haber desactivado (de momento) el riesgo de una hipotética revolución social al precio de enterrar cualquier intento de reformismo. Cabría preguntarse hasta cuándo durará este espejismo. Porque si es cierto lo que dicen los sondeos --el PSOE no despega, Podemos se hunde tras su capricho catalán, Cs crece y el PP empieza a ver el abismo bajo sus pies--, da la impresión de que el océano dista de estar en calma, pese a las apariencias.

Si es cierto lo que dicen los sondeos --el PSOE no despega, Podemos se hunde, Cs crece y el PP empieza a ver el abismo--, el océano dista de estar en calma, pese a las apariencias

Tras las elecciones catalanas todas las encuestas señalan la misma tendencia: la erosión de la hegemonía del PP por tierra, mar y aire. Más allá del acierto de estos estudios de opinión lo cierto es que en Moncloa, sumida en una crisis de identidad inaudita, cuya muestra más evidente fue el incidente con el Consejo de Estado a cuenta de la cuestión soberanista, dan bastante credibilidad a los augurios. Rajoy ha comenzado a bajar a Andalucía --todo un síntoma-- tras la debacle del PP en Cataluña, que ha desatado cierto pánico y alimenta la tesis de que pudiéramos estar a las puertas de un definitivo hundimiento conservador en favor de Cs. Sea por falta de alternativas, o por azar temporal, el partido naranja se encuentra encima de una ola que, aunque inestable, indica que los movimientos tectónicos en el comportamiento electoral de los españoles no han cesado. Únicamente han cambiado de dirección.

Desde el Gobierno intentan combatir el viento de frente con medidas populistas, entre ellas la reforma de la prisión permanente o el reciente cambio en la normativa de los fondos de pensiones. Son respuestas insuficientes para remontar. En términos políticos serán en vano. Que el Gobierno, tras vaciar la hucha de las pensiones, recomiende a los ciudadanos ahorrar para su jubilación parece una broma infinita. En un país generoso en parados y trabajadores pobres, cuyo salario no existe o no les permite ni sobrevivir, es imposible pensar en el futuro. El bipartidismo no parece entender el cambio de paradigma social que ha provocado la crisis. Las clases medias se han reducido. La estabilidad política ya no es un valor social, aunque la demanden los mercados. Y la reforma constitucional, esa tarea mitológica, la única vía para poner freno a los delirios nacionalistas, duerme el sueño de los justos.

La irritación social no va a cesar. Simplemente se ha vuelto algo más silenciosa, lo que no significa menos intensa

Difícil, por no decir imposible, parece también la reforma de la ley electoral, que es la nueva prueba de fuego de la partitocracia. PP y PSOE se resisten a dar luz verde a una norma representativa más justa. Podemos y Cs la demandan a pesar de sus divergencias ideológicas. El acuerdo es improbable. Aunque a quien más perjudica no hacer nada es a Rajoy, al que una parte de los suyos --y sobre todo los nuevos-- consideran amortizado a medio plazo. Una sucesión ordenada en las filas de la derecha española sería la fórmula más inteligente para perdurar, pero esto parece estar fuera de la agenda del presidente del Gobierno.

La irritación social, sin embargo, no va a cesar. Simplemente se ha vuelto algo más silenciosa, lo que no significa menos intensa. Quizás ya no adopta la forma de las concentraciones de protesta en las plazas. Pero se visualiza en los augurios demoscópicos que señalan, sin dudarlo un punto, que la encrucijada del bipartidismo no está resuelta. Quedarse quieto ante estas evidencias no es garantía de perdurar, sino una receta infalible para retroceder. Lo dice un viejo refrán: camarón que se duerme, se lo lleva la corriente. Es justo lo que le ocurre al PP. Rajoy, el abúlico, puede querer refutar al oscuro Heráclito y pensar que es posible bañarse dos veces en el mismo río. Pero continúa ciego ante la evidencia: un río nunca lleva la misma agua.