El viernes pasado me llamó por sorpresa mi amigo Miguel, a quien no veía desde el año 2010, cuando los dos aún vivíamos en China. Miguel, que vive en Bruselas, me anunciaba que el lunes siguiente estaría por el Maresme y que “si se cuadraban los astros” y yo también estaba, podríamos quedar “para tomar un café”.

Su mensaje me alegró mucho. Primero, porque sí iba a estar por el Maresme, así que nos veríamos seguro y tendríamos la oportunidad de ponernos al día después de tanto tiempo. Y segundo, porque me pareció una de esas coincidencias mágicas a las que siempre intento dar algún significado, pero nunca lo consigo. Su mensaje me llegó cuando estaba recordándole a un amigo cómo había sido mi 30 cumpleaños, que celebré con un viaje a Taiwán con mi pareja de entonces. La anécdota del viaje había sido que mientras visitábamos el Museo Nacional de Arte, a rebosar de turistas chinos que por primera vez después de la guerra civil tenían permiso para hacer turismo en Taiwán, nos encontramos por casualidad a Miguel. Recuerdo su cabeza rubia asomar entre una marabunta de chinos bajando por la imponente escalinata del Palacio, después de haber visto la famosa Col de jadeíta.

“¡Toda esa multitud para ver una lechuga!”, se mofó con cariño Miguel el lunes pasado, mientras nos tomábamos una cerveza en una terraza de Cabrils. Miguel, madrileño de nacimiento, estaba encantado de poder estar sentado en un “bar de pueblo” y escuchar a la gente hablando catalán a su alrededor. “¿Por qué van a querer algunos políticos que se hable más castellano en la escuela si el sistema ya funciona? A mí el bilingüismo que hay en Cataluña me parece algo fantástico”, me dijo, antes de ponernos a recordar viejas anécdotas de nuestra etapa pekinesa, como todas esas tardes que quedábamos en el bar de nuestro hutong favorito de Pekín, cerca del templo del Lama, para trabajar en el ordenador o tomarnos un té y comentar la inminente llegada de los JJOO a la ciudad. “Recuerdo haber visto camiones cargados de árboles llegando a la ciudad”, dijo Miguel. “Pekín quería ponerse bonita”.

Tanto él como yo recordamos Beijing 2008 como una experiencia inolvidable. No solo por la transformación que vivió la ciudad en los meses previos, sino por la ilusión que se vivía en sus calles y, sobre todo, en su gente. La emoción de abrirse al mundo, de querer agradar, de estar haciendo algo bueno. Esa misma emoción, la de vivir en una ciudad contenta, es la que recuerdo yo de los JJOO de Barcelona, que empezaron hace justo 30 años.

Recuerdo ver la inauguración por la tele, mis padres emocionados, las escaleras de Montjuïc llenas de gente, las banderolas del Cobi en las farolas, los globos del Cobi, mi camiseta del Cobi, ver por primera vez una competición de atletismo en directo, alucinar con las piruetas de Shannon Miller y Henrietta Onodi, mis dos gimnastas favoritas… Tenía 12 años. ¿Cómo no voy a tener ningún recuerdo de Barcelona 92? Si alguien de mi edad o más mayor no recuerda nada de los JJOO de Barcelona, solo hay dos explicaciones posibles: o bien es insensible, o bien no sabe vivir el presente. Y eso que por aquel entonces no había móviles para distraerse.

“Hasta yo me acuerdo con emoción de Barcelona 92, y eso que vivía en Madrid”, me confesó Miguel, que desde que terminó la universidad no ha vuelto a vivir en España: Pekín, Shanghái, Fráncfort, París, Bruselas… Encima, su esposa es rumana y pasan temporadas largas en Bucarest. Miguel es un “ciudadano del mundo”, un ser humano curioso y abierto de mente, que no se siente de ninguna parte, y que no aguanta las etiquetas ni los prejuicios sobre países o culturas. No le gusta que por culpa de esta horrible guerra en la que nos ha metido Putin ahora los rusos lleven colgada la etiqueta de “malos”.

“Tardarán varias generaciones en librarse de este estigma, mientras que los americanos volverán a ser los salvadores”, me dijo con voz triste antes de despedirnos. Al día siguiente, mi amigo se embarcaba en un barco-escuela rumbo a Menorca, como parte del examen práctico para sacarse el título de patrón. Después todavía le quedaban dos semanas más de vacaciones, que este año ha decidido pasarlas viajando solo por Europa, reencontrándose con familia y amigos que había perdido. Su mujer se ha quedado con los niños, de 5 y 3 años. “Sé que es un privilegio poder escaparme tres semanas solo, pero de verdad lo necesitaba. Necesitaba volver a reencontrarme conmigo mismo, sacar mi parte Peter Pan, volver a ser el niño curioso que viaja a Taiwán solo y se encuentra con Andrea por casualidad en un museo”, me confesó.