Mientras Miquel Iceta insiste en que la solución al conflicto político no pasa porque Oriol Junqueras cumpla 13 años de prisión, el líder republicano se sigue mostrando particularmente duro con los socialistas catalanes, señalando a su primer secretario. En la entrevista que le hizo Jordi Évole para La Sexta el tono contra Iceta fue tan severo que el periodista tuvo que preguntarle si el “amor” que predicaba antaño el junquerismo se había transformado ahora en “rencor”. No es la primera vez que acusa a Iceta de no haber movido un dedo por su libertad e incluso de haber celebrado su encarcelamiento. Semanas atrás en una comentada entrevista en El País, en la que se mostró muy crispado (“y una puta mierda”, respondió a la insinuación de haber engañado a sus votantes con promesas irreales sobre la independencia), retó nuevamente a los dirigentes del PSC a aguantarle la mirada “cuando salga de aquí”. Sorprende esta fijación contra Iceta porque si algo se le puede reprochar es de lo contrario, hasta el punto de haber sido el primero en hablar de un posible indulto para los acusados, lo cual causó al PSC un daño electoral notable en las autonómicas de 2017 en beneficio de Cs, como él mismo reconoció después.

Iceta nunca ha celebrado la prisión de los líderes independentistas. Siempre ha afirmado que su encarcelamiento hacia muy difícil encontrar una solución al conflicto, pues lo enquistaba, en beneficio de las posiciones más radicales. Tampoco ningún dirigente destacado del PSC ha expresado satisfacción, más allá de manifestar respeto por las decisiones de la justicia. Sin olvidar que algunos otros, como el expresident José Montilla, han hecho discretas visitas a las cárceles. Así pues, ¿a qué obedece este reiterado señalamiento de Junqueras contra Iceta y el PSC? En primer lugar, al rencor por su situación personal, resentimiento que necesita proyectar hacia fuera en lugar de asumir que la responsabilidad es solo suya por el desastroso final del procés. Si algo demostró el líder republicano en todo ese tiempo fue doblez y cinismo político. En la citada entrevista con Évole quedó bien patente. Si ahora en ERC se proponen ensanchar la base social del independentismo es precisamente porque en 2017 la vía unilateral no tenía ninguna legitimidad democrática, aunque los republicanos empujaron el 1-O y la DUI mientras esperaban que Carles Puigdemont se echara atrás y convocase elecciones anticipadas. Pero Junqueras ha demostrado ser incapaz de hacer esa autocrítica. Argumenta siempre que los partidarios de la república eran más que los contrarios, que había una mayoría parlamentaria para el referéndum y, como última trinchera, se refugia en el victimismo de la “represión”.

En segundo lugar, ese rencor ante una situación de privación de libertad e inhabilitación que tal vez nunca llegó a contemplar que le alcanzaría lo utiliza contra el rival que le parece más peligroso, Iceta. Atizar a PP y Cs es un recurso demasiado facilón y de poco rédito. En cambio, es muy consciente de que ERC compite con los socialistas catalanes por una parte del electorado. Hay un votante fronterizo, real o en potencia. Por tanto, el objetivo de Junqueras con este tipo de descalificaciones es trazar una frontera moral que sitúe al PSC del lado de los “malos”, de los “carceleros y represores”, que impida ese trasvase de votos hacia sus rivales de centroizquierda en un momento en el que hay ganas de pasar página del procés. Curiosamente, al PSOE le trata diferente porque es un partido “español” con el que puede llegar a pactar e intercambiar favores. Pero al PSC intenta cuestionarle su ética política con la suerte de unos “inocentes” y reprocharle falta de empatía con el sufrimiento de los presos y sus familias. Salvando la distancias es un juego parecido al que practicaba el viejo pujolismo, capaz de entenderse a las mil maravillas con el PSOE o el PP en Madrid, al tiempo que estigmatizaba todo el tiempo a sus representantes en Cataluña, acusándolos de ser malos catalanes o desleales con los intereses de la Generalitat.

El junquerismo no es amor, sino la fase independentista de la rencorosa cultura del pujolismo que impuso su hegemonía cuando supo convertir el escándalo de Banca Catalana en un ataque contra Cataluña y se lanzó a acusar de “botiflers” a los socialistas catalanes. El Gobierno de Felipe González presionó finalmente a la Fiscalía para diluir la querella contra Pujol y rebajar la tensión sociopolítica. El tiempo ha demostrado que fue un error de nefastas consecuencias sobre el que se cimentó la impunidad de la corrupción pujolista. La reforma del Código Penal que ahora se anuncia para rebajar las penas por sedición corre el riesgo de acabar siendo igualmente contraproducente a largo plazo porque el independentismo ni pide perdón ni hace autocrítica ni renuncia a ejercer unilateralmente la autodeterminación. De buenas intenciones el infierno está lleno.