Aunque se guarden de decirlo, los independentistas catalanes seguro que están contentos con la arrasadora victoria del conservador y antieuropeo Boris Johnson en el Reino Unido. Por dos razones: en primer lugar porque las similitudes entre el Brexit (la salida británica de la UE) y el catalexit (la salida catalana de España) son cada vez mayores y, en segundo, porque el triunfo no menos arrollador de los nacionalistas escoceses resucita la petición de celebrar un nuevo referéndum sobre la independencia de Escocia.

A primera vista, esto es así, pero las cosas, si se profundiza en el análisis, no son tan sencillas. Boris Johnson, que ha obtenido para el Partido Conservador una mayoría absoluta de 364 escaños, con un aumento de 47, debe en gran parte su victoria al desastre del Partido Laborista --el mayor desde 1935-- y de su líder, Jeremy Corbyn, incapaz de salirse de la ambigüedad ante el Brexit --a lo más que llegó fue a aceptar un nuevo referéndum sin comprometer su voto contrario a la salida de la UE--, a la vez que apostaba por un programa ultraizquierdista en tiempos de máxima incertidumbre.

Johnson está eufórico, ya ve la salida de la UE para el 31 de enero y descarta la celebración de un nuevo referéndum para confirmar el resultado del celebrado el 23 de junio del 2016, en el que el Brexit se impuso por menos de 4 puntos (51,9% frente a 48,1%). Es muy probable que esa hoja de ruta se confirme para “retomar el control de nuestras fronteras, del dinero, del sistema de inmigración” y de las leyes, como dijo Johnson tras la victoria, pero está por demostrar que ese repliegue de insolidaridad y aislacionismo sea beneficioso para el Reino Unido.

Por el momento, todas las consecuencias del Brexit son negativas y muy parecidas a las que se producen en Cataluña: división de los partidos, fractura social y política de la sociedad –incluida la familia del propio Boris Johnson—, que se expresa en constantes manifestaciones favorables y contrarias al Brexit en las calles, y grave peligro de ruptura de la unidad del Reino Unido de Gran Bretaña y de Irlanda del Norte, con la fractura existencial que eso arrastraría.

Las elecciones del jueves han agravado el divorcio entre Escocia y el resto del Reino Unido y, además, por primera vez, los nacionalistas norirlandeses se han impuesto en Irlanda del Norte, con un escaño más que los unionistas (9 contra 8). En Escocia, el Partido Nacionalista Escocés (SNP, en sus siglas en inglés) ha conseguido 48 de los 59 escaños en juego, con una subida de 13 diputados gracias al 45% de los votos obtenidos, una cifra similar a la del referéndum del 2014, que perdieron los partidarios de la independencia. El Brexit fue rechazado en Escocia por el 62% del electorado que participó en el referéndum. No todos los votantes del SNP son independentistas, ha reconocido su líder, Nicola Sturgeon, que ya ha reclamado un nuevo referéndum para el 2020 para que “Escocia tenga en sus manos su propio futuro”. Pero, a corto plazo, la celebración del nuevo referéndum no será fácil porque Johnson y el Partido Conservador ya han dicho que no van a permitirlo como hizo David Cameron.

Sturgeon siempre ha asegurado que un nuevo referéndum solo se haría con el acuerdo de Londres por lo que se plantean dos opciones: esperar para que, ante negativa de Johnson, el cuanto peor, mejor incremente el voto independentista o tirar por el callejón sin salida de la consulta unilateral, como se hizo en Cataluña con los desastrosos resultados conocidos. Algunas voces lo defienden en Escocia, pero es muy dudoso que se impongan.

Si las consecuencias del Brexit son negativas, las que sufriría Cataluña con la independencia podrían serlo aún más, según han expresado reputados analistas, incluso británicos, pese a la sarta de mentiras con que se pusieron en marcha ambos movimientos secesionistas, uno culpando a la UE de todos los males y el otro a España (en este caso, ni siquiera al tan denostado Estado español, porque en el famoso eslogan insolidario Espanya ens roba el sujeto era España y no el Estado español).

Y eso por no hablar de las dificultades insuperables que comportaría una negociación para la hipotética independencia de Cataluña. Si en el Brexit ha costado más de tres años y medio llegar hasta aquí, tratándose de un país que no está en el euro ni en los acuerdos de Schengen (libre circulación de personas) ni en muchas de las políticas comunes de una estructura supranacional como es la UE, ¿qué no ocurriría con la separación de una parte del territorio español, de un mismo país, compartiendo todas las políticas que habría que desmenuzar y todos los activos que habría que repartir? Todo ello, además, sin mayoría, con más de la mitad de la población en contra, sin instrumentos para conseguirlo, sin control del territorio y sin apoyo internacional alguno.

Este panorama forma parte del independentismo mágico al que un día se refirió Gabriel Rufián o del juego de niños al que se dedica Quim Torra cuando dice que la llamada telefónica de Pedro Sánchez, tras semanas de reclamarla, no servirá para nada si no se habla del derecho de autodeterminación.