Hace 19 años, al final de la manifestación que congregó a cientos de miles de catalanes para expresar su repulsa por el asesinato del exministro de Sanidad Ernest Lluch, la periodista Gemma Nierga añadió en la lectura del texto institucional acordado aquello de "estoy convencida de que Ernest, hasta con la persona que lo mató, habría intentado dialogar; ustedes que pueden, dialoguen, por favor". La frase dejó atónitas a las autoridades de la primera fila, empezando por el presidente del Gobierno de entonces, José María Aznar. Una de las estrategias de la banda terrorista ETA fue la de “socializar el conflicto” asesinando a políticos en toda España para que la situación se hiciera insoportable. Era relativamente habitual en aquellos años escuchar apelaciones al diálogo con el argumento de que se trataba de un conflicto de naturaleza política que, tarde o temprano, exigiría sentarse en una mesa con el independentismo vasco que reclamaba la autodeterminación. En Cataluña eran habituales este tipo de argumentos, pero también entre la izquierda biempensante española en general. Los que apostaban por el dialoguismo como doctrina permanente condenaban el terrorismo, sin duda alguna, pero añadían que el problema era irresoluble si no se asumía la necesidad de dialogar y negociar. Hacer política, en resumen. El tiempo les quitó la razón, porque ETA fue derrotada policialmente, aunque estremece pensar qué hubiera ocurrido de haber cedido al chantaje de los asesinos y su brazo político.

Todo esto viene a cuento del manifiesto que han suscrito más de 250 intelectuales, periodistas y académicos (como Iñaki Gabilondo, Jordi Amat, Francesc-Marc Álvaro, Manuela Carmena, Antoni Puigverd, Josep Ramoneda, Victòria Camps, Manuel Rivas, Daniel Innerarity, Noam Chomsky o Slavoj Žižek), en el que exigen “una negociación política sobre Cataluña”. La mayoría de los firmantes son catalanes, pero también hay figuras del resto de España y algunos extranjeros. Todos ellos merecen el máximo respeto y, por supuesto, la consideración de que lo que proponen lo hacen con la mejor de las intenciones. Dicho esto, caen en esa misma ideología del dialoguismo que antes describía. No pretendo establecer una comparación del todo imposible por fortuna entre terrorismo etarra e independentismo catalán, pero sí un paralelismo en la forma de razonar de esos firmantes que hacen del diálogo un escapulario cuando, recurriendo al fondo político del asunto, compran los argumentos de los que practican el chantaje en una forma u otra. Evidentemente, no todos los firmantes piensan lo mismo, hay diferencias sustanciales entre ellos, porque algunos han sostenido con entusiasmo el procés durante años, pues son independentistas declarados, mientras otros, en cambio, han mantenido una posición equidistante e incluso de crítica ante las malas formas democráticas de los separatistas.

Sin embargo, sorprende que ahora todos coincidan en una descripción tan simplista de lo que ha agravado la situación en Cataluña en las últimas semanas. El punto de partida son los “altercados y enfrentamientos con la policía en las calles de las principales ciudades catalanas”, como respuesta a la sentencia del Tribunal Supremo, lo que les lleva a concluir que urge abordar el “conflicto” para frenar la espiral de violencia. Ocurre, sin embargo, que no censuran que los partidos independentistas, el Govern y el propio president de la Generalitat hayan alentado esos incidentes, lo cual no es una opinión, sino una evidencia reconocida por ellos mismos. En cambio, el manifiesto, cuya brevedad y concisión se agradece, empieza lamentando que el Gobierno español no haya accedido a establecer una “negociación”, tal como le ha solicitado reiteradamente el Govern de la Generalitat. Este doble punto de partida ya revela que los firmantes razonan con la lógica de los soberanistas. Más allá de la formalidad de que Pedro Sánchez debiera o no atender (cortésmente) las llamadas de Quim Torra, la cuestión esencial es para qué.

A continuación, el manifiesto pide tres cosas. La primera es bastante razonable: desescalar la tensión social y la violencia. Ahora bien, introduce por primera vez el concepto de que se trata de un conflicto en el que hay dos partes, como si ambas estuvieran en el mismo plano y no fuera reprobable la actitud de aquellos que se sitúan fuera de la ley o utilizan las instituciones de autogobierno para fines que no están permitidos. Que en la Constitución española no exista el derecho a la autodeterminación, como en casi ninguna otra constitución del mundo, no faculta a nadie para delinquir. Como segundo punto, recurre al tópico de hay que abandonar “la estrategia de judicializar un conflicto de naturaleza política”. Se trata de un reproche que en realidad debería empezar por preguntarse quién es el responsable de judicializar la política. No vale con alegar que el incumplimiento de los mandatos judiciales es de naturaleza política y exigir a continuación un trato particular o una exención del castigo. La desobediencia es posible, pero asumiendo sus consecuencias, y es particularmente censurable cuando la ejercen autoridades públicas que han prometido su cargo de acuerdo a un ordenamiento legal de naturaleza democrática. Lo de la judicialización de la política es un pésimo argumento que solo se aguanta en las tertulias de TV3.

Finalmente, el manifiesto pide una ronda de negociaciones “llevadas a cabo de buena fe” entre los Gobiernos español y catalán para “dar una salida política al problema (…) que pueda satisfacer mínimamente los intereses de cada parte”. Es la tesis del independentismo tras el fracaso del procés. Hay dos interlocutores, uno habla en nombre de España y el otro, de toda Cataluña. Representan las dos partes de un conflicto político. Pero es el diálogo hasta que los partidarios de la autodeterminación obtengan el referéndum acordado que desean. Sorprende que algunos firmantes no se hayan dado cuenta de que ese planteamiento niega de entrada el hecho objetivo del grave conflicto que se vive dentro de la sociedad catalana. Ni una palabra sobre ello. Curiosamente, nada piden al Govern sobre el acatamiento de las leyes, el respeto a la neutralidad de las instituciones y a no alentar los desórdenes públicos.

La mejor que se puede decir es que se trata de un manifiesto de buena fe por parte de algunos. Otros, en cambio, han llegado hasta aquí animando al procés desde el 2012, aunque ahora intenten resituarse críticamente. En cualquier caso, que un periodista como Iñaki Gabilondo, por citar el nombre más conocido, abone ese manifiesto revela que la ideología del dialoguismo prevalece entre una parte de la izquierda que sigue sin captar la naturaleza chantajista del nacionalismo. Nadie puede estar en contra del diálogo, siempre que no excluya a nadie y se produzca primero entre catalanes, porque la solución no puede ser dividirnos por la mitad ni violentar el marco constitucional y estatutario que nos hemos dado, y del que por cierto se aprovechan los dirigentes separatistas todo lo que pueden.