Por culpa del Covid-19 han fallecido demasiados españoles y se ha llevado al sistema sanitario al borde del colapso, lo que sin duda ha provocado, y provocará, otras alteraciones en la salud de quienes padecen otras patologías, aunque no se hayan contagiado. Criticar la decisión del cierre de la economía carece de sentido vista la gravedad de la emergencia sanitaria. Si no sabíamos hacer nada mejor, todos a nuestras casas. Pero llevamos mes y medio y nos prometen una salida confusa y, sobre todo, con poco soporte tecnológico. Si no planificamos bien la vuelta a la normalidad el tortazo económico no tendrá parangón.  

La ciencia no es que vaya lenta, va al ritmo de siempre. Lo que sorprende es que con al menos tres millones de contagiados en el mundo parezca que se dan palos de ciego en demasiados frentes. No están del todo claros los mecanismos de contagio, como evidencia el estéril debate de mascarilla sí, mascarilla no. No hay unas pautas terapéuticas comúnmente aceptadas a pesar de haberse tratado a muchísimos pacientes en todo el mundo. No hay consenso sobre la duración de la inmunidad de quien ha padecido la enfermedad. Tampoco está claro que el calor limite la propagación del virus. Pero doctores tiene la iglesia y sabios la medicina, ya nos dirán qué hay que hacer el día que lo sepan. Claro que si esperamos a que sea la OMS, diseñada para dar soporte sanitario al tercer mundo, la que guíe nuestros pasos vamos listos.

Pero la tecnología tampoco es que vaya a la velocidad de la luz. No tenemos, ni se le espera, una aplicación europea de registro sanitario, entre otras cosas por el papanatismo frente a la protección de datos. No hay protocolos europeos para aeropuertos y fronteras, no hay consenso en la trazabilidad de los contagios. No hay mucho donde agarrarse.

Y así van pasando los días generando un deterioro cada vez mayor y más profundo en la economía. No podemos seguir viendo pasar las hojas del calendario diseñando un arranque basado en la prueba y el error, con reglas de prevención que tratan a todo el mundo como potencial contagioso. ¿Por qué una familia que está bajo el mismo techo desde hace cincuenta días no puede salir a pasear o hacer deporte junta o ir en el mismo coche? ¿No podrá compartir un plato de patatas bravas una pareja que acaba de darse un beso? ¿O también se van a prohibir los besos? Pero eso sí, con el paso del tiempo, sin que hagamos nada diferente nos iremos relajando, no habiendo ninguna razón para comportarse de manera diferente el 15 de mayo que el 15 de julio, salvo que demos por bueno que el virus, como el de la gripe, se tomará unas vacaciones en verano.

Por muy malas y confusas que sean las estadísticas, que lo son, parece demostrado que se trata de una enfermedad razonablemente asumible por personas no mayores y sanas. Se podrían abrir muchas, si no todas, actividades para menores de 30, 40, 50 ó 60 años en función del riesgo que se quisiese asumir y, sobre todo, de lo holgado que estuviese el sistema sanitario. Porque lo que no toca es cerrar ya los hospitales de emergencia, necesitamos una red sanitaria dedicada al Covid-19 al menos hasta que exista una vacuna de la que nos podamos fiar. No tienen por qué ser en recintos feriales o tiendas de campaña, pero se pueden mantener hoteles medicalizados durante mucho tiempo. Necesitamos que los hospitales generales se centren en todas las patologías, dedicando una red especial a esta enfermedad lo que no solo permitiría atender el resto de enfermedades, sino que, además, permitiría reforzar los medios, mejorar los protocolos de actuación y especializar al personal sanitario.

Aunque no hay nada exacto, tampoco en medicina, parece lógico que quien ha pasado la enfermedad sea inmune durante, al menos, un tiempo. Saber quién tiene anticuerpos, quién está contagiado y quién no permitiría abrir con más garantías de éxito. Lo han hecho en China y en Corea, y no les ha ido tan mal. A pesar de la enorme diferencia de letalidad en función de la edad parece razonablemente probado que si se considerasen todos los contagiados la letalidad estaría por debajo del 0,5%.

El número de fallecidos reales probablemente supere las 40.000 personas, luego los contagiados reales, incluidos los asintomáticos, estarían por encima de los 8 millones de personas. Saber quiénes son esos 8 o 10 millones de personas sería de gran ayuda. Se contagian las personas, no los territorios, por lo que para hacer una reapertura de la economía con algo de base debería saber cada ciudadano en qué situación se encuentra respecto la enfermedad. Ahora que estamos todos encerrados sería sencillísimo realizar test a toda la población. Y lo que falte lo pueden cubrir las grandes empresas y el transporte público. Sin clasificar a la población vamos a ciegas y solo caben medidas más propias de la Edad Media que del siglo XXI. En 1377 todo viajero que llegaba a Dubrovnik, entonces Ragusa, era obligado a permanecer 30 días aislado. Mucha ciencia, mucha internet, pero aquí estamos exactamente igual, asustados y sin aplicar otra medida que el cierre de actividades.

Si la mascarilla fuese obligatoria para, al menos, quien no sea inmune, las posibilidades de contagio caerían en picado porque quien esté contagiado asintomático reduciría su capacidad de contagio de manera exponencial. Es parte del éxito japonés, un país con una altísima densidad de población y una enorme población anciana. Es verdad que no se tocan, pero en el metro de Tokio no es que haya mucho distanciamiento social. Pero todo enfermo, de lo que sea, lleva mascarilla para no contagiar.

Llevamos demasiados días encerrados y sigue habiendo bastantes contagios. ¿De dónde provienen? ¿Del supermercado? ¿De los hospitales? ¿Son personas que conviven con contagiados previamente? No debería ser tan complicado trazar la mayoría de los nuevos casos ahora, pero en cuanto salgamos a la calle será imposible. Se van a ir relajando poco a poco las medidas, sin ningún control, lo que nos llevará a otro confinamiento en otoño, o antes porque tal y como está prevista la apertura da lo mismo hacerla así o total. De manera total al menos la economía no se moriría.

Obligar a realizar una cuarentena a toda la población ya no tiene sentido, lo que hay que hacer es segmentar, aislar a los nuevos contagiados, y contener los focos. Nuestra economía no puede permitirse un plan que no use todas las herramientas disponibles, y son muchas. De lo contrario nos cargaremos la economía. Y una sociedad empobrecida no podrá hacer frente a ningún reto sanitario ni social.