El circo es un espectáculo de entretenimiento admirable y respetable, y con una extraña similitud con el mundo de la política. O al revés. Si a unos les arranca aplausos y carcajadas, a otros les genera desconfianza o nerviosismo que suele terminar en llanto o miedo. En ambos espacios coexisten confusión y diversión, orden y caos, ilusión y engaño, y los dos espectáculos son sufragados por el común, después del correspondiente paso por taquilla.

El circo, como la política, ha evolucionado con el paso de los siglos. A los antiguos números de acrobacia, contorsionismo y malabarismo se sumaron en el Renacimiento, con el permiso de las autoridades municipales, las actuaciones de saltimbanquis y contadores de cuentos. A mediados del siglo ilustrado se incorporaron enanos, gigantes, siameses, mujeres barbudas e insolentes bufones que, décadas atrás, habían sido la atracción de políticos y dignatarios en las cortes europeas.

El circo, como la política, transitó de la distinción de clase a la divulgación de masas. Durante los siglos XIX y XX se fueron añadiendo otros números: domadores, escapistas, payasos... y las bofetadas se convirtieron en uno de los momentos más esperados del espectáculo. El payaso más entrañable y divertido solía ser el grandullón con nariz roja, bobo pero travieso, que solía recibir lecciones del payaso con rasgos de pierrot (cara blanca, ceja arqueada y ropa brillante), mucho más repelente y autoritario. Al final el más torpe se burlaba de la superioridad del pierrot y le acababa propinando inesperadas bofetadas con sus grandes manoplas, unos gestos que se acompañaban con un sonoro golpe de tambor. Las grandes carcajadas del público se oían fuera del mismísimo entoldado. El tonto no era tonto ni mucho menos, y el listo quedaba como un personaje imbécil y engreído.

Hace tiempo que el circo, como la política, ha perdido su dimensión rebelde y aleccionadora, y ha mutado en un teatro de gimnasia, musical, multicolor y políticamente correcto. Quizá sea esa una de las diferentes razones por las que el mayor espectáculo ya no esté en las pistas circenses, sino en los estadios de fútbol. Es en estos grandes espacios donde el público recibe y participa en mejores actuaciones, en ocasiones transgresoras y con un enorme impacto deportivo, social e incluso político.

Era previsible que una parte del público que asistiese al partido entre las selecciones de Albania y España en el estadio del RCDE mostrase alguna pancarta para comentar. Ni siquiera la enorme bandera española desplegada con el skyline de Barcelona obtuvo la atención que pretendía. Fueron los 36.000 espectadores los que dieron un sorprendente espectáculo desde el minuto 1 hasta el pitido final, en todos los sentidos: sonoro, visual, deportivo, político, etc. Fue un simbólico acto de resistencia y rebeldía, solo comparable a las dos grandes manifestaciones constitucionalistas de octubre de 2017.

En su descomposición, es el procés el que ha convertido a la política catalana en una versión patética del circo, con su disparatado elenco de trapecistas, escapistas, enanos, gigantas, domadores y demás fieras enjauladas. Y ha sido en este contexto donde el payaso supremacista, estúpido y distinguido, recibió una enorme y sonora bofetada del otro actor despreciado y sometido. Después de una semana, aún resuenan las carcajadas, aquí y allende los mares. Por esa celebrada, pacífica y gran actuación colectiva, el partido fue extraordinario y podrá ser recordado por los siglos de los siglos como la gran bofetá de Cornellà-El Prat, y, además, sin manos.