Los secesionistas exigen la amnistía para sus dirigentes condenados, para los prófugos y para los demás encausados. Les acompañan en la exigencia voces diversas, algunas procedentes del oportunismo político, otras de lo que genéricamente se ha dado en llamar “buenismo”.

Sin entrar ahora en la controversia jurídica sobre si cabe en la Constitución, la amnistía daría plena satisfacción a los secesionistas: confirmaría el acierto de su propaganda sobre el carácter de “presos políticos”, de “exiliados” y de “represaliados” de los autores de los sucesos de 2017; supondría borrar los hechos delictivos como si nunca hubieran ocurrido; extinguiría los delitos por los que fueron condenados o se hallan encausados, así como todas sus consecuencias jurídicas, incluidas la inhabilitación y la responsabilidad civil; y, además, no tendrían que condenar los propios actos ni mostrar arrepentimiento por lo hecho.

Saldrían de la situación que provocaron muy reforzados políticamente y confirmados en su pretendida inocencia. Si sus actos dejaban de considerarse delictivos, se les estaría facilitando repetirlos al otorgar una bendición por todo lo alto a la intención pregonada de “volverlo a hacer”.

La amnistía dejaría una sensación de abandono en la mitad holgada de catalanes no independentistas que, en las urnas, en la calle, en los foros de opinión o en la reclusión del silencio obligado por la hegemonía ideológica independentista, se han opuesto moral y materialmente al desafío secesionista.

Su exigencia de amnistía no se sostiene ni ética ni políticamente. Los actos delictivos se cometieron en un contexto de democracia y de Estado de derecho plenos --cuya existencia ellos niegan, pero de los que abusan-- , con un autogobierno como nunca lo ha tenido Cataluña y contra la voluntad y los sentimientos de buena parte de los catalanes. No había necesidad ni justificación alguna para hacer lo que hicieron.

A esa improcedencia habría que añadir un escollo insuperable: en el caso improbable de que fuera propuesta, la amnistía requeriría una ley orgánica que, como tal, debe ser aprobada por mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. Suponer que iba a alcanzarse dicha mayoría es pura ficción política.

Desde las buenas intenciones (que tantas veces han empedrado el infierno) se propone la amnistía como un gesto para recuperar la convivencia. Está por ver si los secesionistas quieren una reconciliación que les obligaría a modificar sus planteamientos. Viven políticamente del conflicto --¿quién les votaría sin conflicto?-- y por eso necesitan mantenerlo vivo y cuanto más virulento mejor, lo que impide la reconciliación.

Por otra parte, ¿qué gesto harían ellos para ganarse la amnistía? Hasta ahora no han hecho ninguno, sino todo lo contrario. Exigen la amnistía, pero actúan para hacerla políticamente imposible. Son, en éste y en cualquier otro terreno, un manojo de contradicciones aderezado con mucha mala fe.

Torra dice que no volverá a participar en la mesa de diálogo con el Gobierno si en el orden del día no figura la negociación de la autodeterminación y la amnistía. Es una manera abrupta y segura de cargarse el diálogo, ni lo uno ni lo otro pueden ser objeto de negociación en la España constitucional y democrática; y lo saben. Por eso, para los dirigentes secesionistas, tanto lo uno como lo otro no son más que vectores de propaganda y agitación.

Dolors Bassa, exconsejera de Educación, condenada a 12 años en octubre de 2019 y --por el momento-- en situación penitenciaria de tercer grado, para explicar que está de acuerdo con la petición de indulto presentada por la UGT --que de ser concedido, previa aportación de pruebas o indicios de arrepentimiento, comportaría la remisión de la pena por cumplir, sin suprimir el delito ni la responsabilidad civil-, ha dicho que “la cárcel es sufrimiento”.

Tiene razón. La cárcel, para todos, aquí y donde sea, siempre es sufrimiento. No hay ensañamiento ni venganza en la figura penal de la encarcelación. El cumplimiento de una pena de cárcel conlleva intrínsecamente la privación temporal de libertad. Es así en todo Estado de derecho, incluso lo sería en su imaginaria república, si se concibiera como un Estado de derecho.