Ante la petición del tercer grado (vivir fuera y dormir en prisión) por parte de las juntas de evaluación de las cárceles de los políticos condenados a causa del procés, la consejera de Justicia responde pasándose de frenada: “Nada de tercer grado, queremos la amnistía para unos presos que no cometieron ningún delito”. La obligación de Esther Capella es encajar la ley, el espíritu de la ley, el reglamento penitenciario y el rigor de una sentencia de casación ante la que no cabe recurso alguno. Todo a cambio de nada, bueno sí, a cambio de una palmadita en la espalda. Pero Capella quiere más; no debe saber que el mundo judicial es una autopista de peaje sin ninguna concesión a la empatía; un recorrido sin emociones en el que mandan solo los preceptos.
Los presos, que cumplen penas de nueve a 13 años de cárcel por delitos de sedición y malversación, dispondrán de un régimen de semilibertad. Oriol Junqueras, Jordi Turull, Josep Rull, Quim Forn, Raül Romeva, Jordi Sànchez, Jordi Cuixart, Dolors Bassa y Carme Forcadell lo tienen casi hecho. Cataluña cuenta con las competencias de prisiones desde 1984 y es la única comunidad autónoma de España que las tiene. Blanco y en botella. Pero Capella quiere una rendición sin condiciones. Para ella, el tercer grado no es un quid pro quo entre la justicia penitenciaria y la mesa de negociación Cataluña-España. Podría tratarse más bien de un pacta sunt servanda territorial: si se detiene el desafío al orden constitucional del 78, la Fiscalía General del Estado no se interpondrá en las medidas penitenciarias. Pero tampoco así lo quiere la señora Capella. Si le parece ¡presos a la calle, comunes también!, como se decía en otro tiempo.
El soberanismo este tan acostumbrado al desafío que no cesa, aunque consiga victorias parciales. Está lleno de nois de poble, gente lista, que te fríen un huevo o te instalan tomateras en el jardín; expertos en el manejo digital y con un inglés aprendido en primaria; viajados y cultos hasta que aparecen las esteladas que deflactan en valor real de un país abierto, como Cataluña. Esther Capella consejera de Justicia, nacida en Seu d’Urgell, va en este envoltorio, lo mismo que Teresa Jordà (Ripoll), Pere Aragonés (Pineda de Mar), Alba Vergès (Igualada), Damià Calvet (Vilanova i la Geltrú), Roger Torrent (Sarrià de Ter) o Marta Vilalta (Torregrosa), entre otros casos. Casi todos/as son de ERC, el partido que prometió el encaje vital de la independencia en los tiempos europeos de las soberanías compartidas.
La idea de matizar la listeza del campo frente a la ciudad es prestada; la pueden encontrar con paciencia en declaraciones de Victoria Camps, destacada filósofa y consejera permanente del Consejo de Estado. Hace ya algunos años, preguntada por la aparición de Pep Guardiola en el Parlament (si ens aixequem ben d’hora, ben d’hora ¿Se acuerdan?), Camps habló de los despiertos chicos de pueblo que compaginan las habilidades manuales con la capacidad de gestionar empresas y situaciones difíciles o pactar políticamente con amigos y contrincantes. Este grupo de ciudadanos movilizados por la política no tienen nada que ver con la sobrecarga garbancera que se les atribuye a los nacionalistas; estos muchachos son más bien un compendio de virtudes, siempre que no entremos en el asunto de la tierra y de la sangre; de la frontera y de la raza.
Parece que los nois de poble tendrán una vez más su momento, pero ¿Sabrán comportarse cuando en jolgorio pida a gritos que “nación y patria son hermanas de la barbarie”, como escribió Lamartine en 1841? ¿Quién determinará los decibelios de las pulsiones identitarias que un día vinieron para quedarse? Lo haría una vanguardia política firme, que hoy no es precisamente Esquerra y mucho menos lo son Puigdemont o Torra. ¿Dónde está la moderación estratégica del partido de Oriol Junqueras? ¿Se lo cree de verdad el bueno de Joan Tardà, cuando dice que ha llegado la hora de hacer pactos y olvidarse de las soflamas?
Cada vez que se abre el grifo del derecho humanitario, el odio vuela sobre nosotros con las alas de la épica. De la cárcel a casa hay el mejor camino de redención, como demostró el proscrito Jean-Jacques Rousseau viajando a pie hasta el penal-castillo de Vincens para ver a su amigo, el enciclopedista Denis Diderot, entre rejas (lo contó con delicadeza Antoni Marí, en su libro El Camino de Vincens). Pero nos conviene abandonar la idea de que la belleza de la cultura puede servir de guía para los hombres de Estado. Ni de la música más armoniosa podemos colegir una idea de justicia social. Belleza nacional y belleza humana son casi siempre dos caminos bifurcados. En la terrible guerra de los Balcanes, los hombres de letras impusieron el heroísmo ante los deseos de paz; avivaron el fuego del odio frente al otro, la peor de las pasiones, venga de donde venga. Dobrica Cosic o el mismo Pavic son los hombres de letras que levantaron el hambre de hegemonía en Serbia; por su parte, uno de los poetas serbios más conocidos, Radovan Karadzic, se convirtió en un temible criminal de guerra.
No les estamos contraponiendo a las patrias la concordia empalagosa de Juan sin Tierra. El broken english no puede sustituir a las lenguas vernáculas ni el planeta es un globo con el que juega Chaplin (en su película El dictador) como si fuera una pelota, convirtiendo a los habitantes de países remotos en vecinos del barrio. “Esto no es Disney World”, dice Pascal Bruckner, en El vértigo de Babel (Acantilado). Puede que la globalización uniformice, pero la consciencia internacional germina en un derecho de pertenencia, no exclusivo ni excluyente. La autodeterminación es una falacia. Por encima del derecho de los pueblos a escoger por ellos mismo está el derecho de los ciudadanos ¿Por qué territorios como Eslovenia, Croacia, Bosnia o Macedonia abandonaron el paneslavismo?; pues muy sencillo, fue para entrar en la UE y respirar el aire de las libertades; aunque es de ley añadir que Bruselas los ha tratado como países sin ventajas estratégicas ni mineralógicas.
Aquí todo va demasiado rápido. Ciudadanos ha pedido la comparecencia parlamentaria de la consejera Capella, y del secretario de Medidas Penales de la Generalitat, Amand Calderó, para que den explicaciones sobre el tercer grado de los presos del 1-O. La Comisión de Justicia en marcha será otro paripé, precisamente cuando sería bueno aflojar la cuerda de las peleas dialécticas sin demasiado rigor. No es momento de abrir la puerta al zapping ideológico de la distracción perpetua. Tenemos derecho a exigir una cámara legislativa sin fetichistas del otro; sin el cainismo que enfrenta a los identitarios con los partidarios de la alteridad.