Por fin se ha retomado la vacunación en España con AstraZeneca cuando en Francia o Italia se volvió a pinchar con las dosis de la farmacéutica anglo sueca al día siguiente que la Agencia Europeo del Medicamento (EMA) reconfirmase que la cuestionada vacuna es segura y eficiente. Hace dos semanas, se produjo una cascada de pánico que llevó a dieciséis gobiernos europeos, desde el danés hasta el alemán, pasando por el holandés, el noruego o el portugués, a tomar unilateralmente esa decisión sin ninguna evidencia de causalidad con los casos de trombosis ocurridos, en un número estadísticamente despreciable, añadamos también. El miedo a equivocarse, el miedo a asumir riesgos por parte de esa larga lista de gobiernos precipitó una irresponsable parálisis en la campaña de vacunación que no obtuvo ningún aval científico y que solo ha generado desconfianza entre la población hacia las vacunas.

En España hemos perdido cinco días adicionales con el argumento de que había que redefinir los grupos a los que administrar AstraZeneca, algo que podía haberse decidido en paralelo y cuya decisión era bastante previsible porque no hay ninguna razón que impida inyectar esa vacuna a los mayores de 55 años, tal como en el Reino Unido se lleva haciendo desde hace meses. La parsimonia del ministerio que dirige Carolina Darias no tiene justificación. Parece que aquí nos gusta ir lentos, por no hablar de la angustia que sufren muchos ancianos octogenarios en Cataluña que pasan el día pegados al teléfono esperando que desde su CAP les llamen para vacunarse. Puede que dentro de unos meses nadie recuerde todo esto, pero ha coincidido con las semanas de mayor tensión por el lento ritmo de vacunación en la Unión Europa, muy castigada por el fiasco constante en la llegada de las dosis prometidas. Lo que en otro momento sería una anécdota, se ha convertido en un lacerante ejemplo de por qué las cosas están yendo tan mal en el Viejo Continente.

Sin duda la compra coordinada de las vacunas por parte de la Unión Europa fue una gran idea, una iniciativa que todos aplaudimos, y que dotó al proyecto europeo de un sentido muy útil, de gran relevancia histórica junto a los fondos de recuperación económica para superar el impacto de la pandemia. Por desgracia el resultado es un desastre considerable, pese a que todavía la Comisión sostiene que a finales del verano alcanzaremos el 70% de población vacunada, si bien a fecha de hoy solo ha entregado el 25% de las dosis necesarias para lograr ese objetivo. Ojalá sea así. Pero el desencanto en la sociedad es enorme tanto por el incumplimiento de las farmacéuticas, muy particularmente con AstraZeneca, que de los 250 millones de dosis prometidas solo va a entregar 100 en el primer semestre de este año, como también por la escasa capacidad de la Comisión presidida por Ursula von der Leyen para defender los intereses europeos.

Entre tanto, desde territorio de la Unión se han exportado más de 40 millones de dosis (9 millones al Reino Unido) sin recibir nada a cambio. El premio Nobel de economía Paul Krugman ha escrito que las causas del fracaso europeo en este asunto son complejas, pero que “reflejan la misma rigidez burocrática e intelectual que hace una década causó la crisis del euro”. Los dirigentes europeos tienen una aversión patológica al riesgo. En este caso miedo a desembolsar un dinero para unas vacunas que fueran ineficaces, miedo a pagar demasiado por ellas o  miedo a que tuvieran efectos secundarios peligrosos. Quisieron minimizar esos riesgos y alargaron el proceso de contratación, negándose a aceptar cláusulas de exención de responsabilidades. El resultado es que llegaron tarde frente a otros competidores, concluye Krugman. 

Los altos funcionarios de la UE, que disfrutan de enormes privilegios, con sueldos estratosféricos y generosas jubilaciones que pagamos los contribuyentes, han adoptado la misma actitud con las vacunas que si se tratase de la compra de material de oficina. No han entendido que debían implicarse en la lógica de su producción y suministro en el plazo más breve posible. Y eso pasaba por multiplicar los centros de producción para disponer de más opciones y evitar los cuellos de botellas o los problemas de la importación. La lucha contra la pandemia es como una guerra en la que ningún Estado se desentendería de la fabricación de las armas en su territorio. Tampoco los políticos de la Comisión se han implicado a fondo en los pasos para que las farmacéuticas cumplieran a rajatabla con sus compromisos. Han creído que firmando los contratos y pagando sería suficiente porque a los europeos, claro está, nadie nos torearía. Cuando dentro de poco la vida normal vuelva a la calles de Londres, Nueva York o Santiago de Chile, pero no en Paris, Berlín, Ámsterdam o Roma no habrán piruetas semánticas ni promesas para esconder este monumental desastre. Y seguro que el primer paso será la creación una comisión de investigación en el Parlamento Europeo que delimite las responsabilidades, de las farmacéuticas pero también de los contratos negociados por la Comisión y de su labor realizada.

El fiasco ha dañado enormemente la credibilidad del proyecto europeo y, en cambio, ha legitimado el Brexit de Boris Johnson. Los gobiernos europeos, sobre todo el francés y el alemán por razones electorales domésticas, van a estar tentados de abrir una crisis política que acabe con la Comisión de Von der Leyen, pues alguien tendrá que pagar por este desaguisado y, evidentemente, lo fácil es siempre señalar a Bruselas. Este fracaso sanitario demuestra que la arquitectura confederal de la Unión es inoperante. Que no puede haber política europea sin un auténtico gobierno europeo que rinda cuentas antes los ciudadanos y que, por tanto, el camino es federalizar la Unión. Hay un exceso de controles burocráticos, una élite que vive al margen de la realidad y un funcionamiento ordinario muy poco práctico. La enorme lentitud de la EMA en aprobar las vacunas para acabar diciendo lo mismo que las homólogas agencias americanas y británicas de medicamentos, es otro ejemplo de lo que no puede ser.