El sentido común indica que la cotización bursátil de una empresa aumenta cuando ésta va bien. También que una compañía que tiene éxito, y consigue incrementar sus ingresos por ventas y sus beneficios, no tiene ninguna necesidad de realizar despidos masivos. No obstante, como sucede con relativa frecuencia en Economía, el saber convencional se equivoca. En determinadas ocasiones, sus directivos tienen grandes incentivos para ejecutarlos.

En la actualidad, una sustancial parte de las acciones de la mayoría de las principales empresas de la economía mundial las poseen los fondos de inversión. Una característica que suele llevar a sus ejecutivos a buscar la mayor rentabilidad a corto plazo y a conseguir ésta de casi cualquier forma legal posible. El perjuicio que dicha actuación puede causar a la compañía a medio y largo plazo es una cuestión secundaria, siendo a veces completamente irrelevante.

Si los directivos tienen éxito, serán premiados con una muy generosa gratificación que adoptará la forma de retribución variable. En algunos casos, ésta puede suponer para el consejero delegado un importe que supere en más de 10 veces lo que percibe como fijo y que, si ya no lo era, le convertirá en multimillonario. Dicha retribución puede ser en efectivo, pero cada vez es más frecuente que sea en acciones de la propia empresa. Por tanto, cuanto más elevado es su valor de mercado, mayor es la remuneración que aquél obtiene.

En el caso de que los ejecutivos no consigan obtener la rentabilidad prevista durante un período que suele oscilar entre tres y cinco años, su destino es el despido, si el consejo de administración es controlado por fondos e inversores cortoplacistas. La intensidad del disgusto dependerá de la cuantía de la indemnización pactada en su contrato. No obstante, la despedida nunca será dulce. Sea cuál sea aquélla, su importe siempre será inferior al que hubieran logrado si hubieran conseguido satisfacer los deseos de los fondos.

Los ingresos de las gestoras que administran los fondos dependen de la rentabilidad que éstos proporcionan a sus partícipes. A sus clientes, algunos les cobran una comisión fija y otros una variable.

La primera es un porcentaje preestablecido sobre el valor de capitalización del fondo. Éste depende de tres variables: la revalorización de sus activos (las acciones de las empresas donde han invertido), el número de partícipes y la aportación media de cada uno de ellos.

Indudablemente, cuanto más valgan los títulos de una compañía, mayor será el valor de mercado del fondo de inversión que ha invertido en ella y más elevados los ingresos de la gestora que lo ha creado. Asimismo, cuanto mayor sea la rentabilidad ofrecida por el fondo en el pasado, más personas invertirán en él y muy probablemente algunas que ya lo habían hecho aumentarán la aportación realizada.

La segunda supone que la gestora del fondo no percibe ningún comisión si durante el actual año aquél ha generado pérdidas a sus inversores. Incluso, en unos pocos casos, si no ha alcanzado la rentabilidad prevista. Por el contrario, sus honorarios se disparan y superan considerablemente a los obtenidos por los que cobran una comisión fija, si la lograda excede a la prometida. 

La actuación de los estrategas de los fondos, quienes también suelen ser accionistas de las gestoras que los administran, es muy racional. No obstante, desde una perspectiva social, puede ser sumamente perversa. Ellos quieren que su empresa gane lo máximo posible para disfrutar de una fantástica remuneración. Para conseguir su propósito, les plantean a los principales ejecutivos donde sus fondos invierten una disyuntiva casi extrema: todo (una retribución millonaria) o prácticamente nada (un despido con indemnización).

Ante tal disyuntiva, si quieren sobrevivir en su actual cargo, los directivos no tienen más opción que aumentar de forma rápida y elevada los beneficios de su empresa, con la finalidad de lograr un gran aumento de la cotización de sus acciones. Dos son las principales vías a seguir: un considerable incremento de ingresos o una notable reducción de costes.

La primera exige normalmente vender más unidades de un mayor número de bienes o aproximadamente las mismas por un importe significativamente superior. Por regla general, comporta la entrada en nuevos mercados, la creación de productos innovadores o dotar a los antiguos de un mayor número de prestaciones. Es casi imprescindible que los directivos sean buenos estrategas, tengan una elevada creatividad y una gran capacidad de innovación. Sin duda, es la senda difícil.

La segunda suele consistir en reducir la cuantía de las partidas donde la empresa realiza un mayor gasto. En numerosas compañías, la principal es el coste del personal. Para conseguirlo, dos métodos son utilizados: el primero consiste en reemplazar empleados caros por otros más baratos, el segundo busca reducir el volumen de la plantilla y aumentar el número de horas de trabajo de los que se queden sin que éstos cobren por ellas. Ésta es la ruta fácil y la que saber seguir cualquier directivo por mediocre que sea.

En definitiva, desgraciadamente, la lógica del capitalismo financiero incentiva los despidos masivos en empresas que van bien, pero cuyos directivos no consiguen el aumento de rentabilidad que piden los fondos e inversores cortoplacistas. Los países, en lugar de facilitarlas a través de sus legislaciones laborales, deben dificultarlas. El objetivo debería ser muy sencillo: hacer que a ninguna empresa que vaya bien le salga rentable realizar despidos masivos.