En las elecciones de noviembre de 2003, el vencedor volvió a ser Convergència i Unió (CiU), la coalición que había ganado todos los comicios celebrados hasta el momento. No obstante, hubo dos grandes novedades: su líder ya no era Jordi Pujol, sino Artur Mas, y la izquierda sumaba más escaños que la derecha (74 frente a 61).

La última era una coyuntura inédita desde 1980. En dicho ejercicio, la decisión sobre quién sería el presidente de la Generalitat recayó sobre Esquerra Republicana (ERC). Su elección fue Pujol, en lugar de Joan Raventós. Una preferencia basada en dos esenciales motivos: el líder convergente había ganado las elecciones y en aquel momento ERC era un partido más nacionalista que de izquierdas.

En 2003, dicho partido volvió a tener la llave de la presidencia de la Generalitat. Por tanto, Josep Lluís Carod-Rovira había de elegir entre Mas y Pascual Maragall. En la decisión, tuvo una gran importancia el retroceso en votos y escaños sufrido en 1984 por ERC, después de cuatro años de apoyo continuado a CiU. En dicho período de tiempo, el partido pasó de 14 a 5 diputados en la Cámara catalana.

La decisión adoptada fue inversa a la tomada por Heribert Barrera 23 años antes y el líder socialista fue el escogido. A diferencia de lo ocurrido en 1980, ERC ya no pretendía complementar a Convergència, sino sustituirlo como principal partido nacionalista. Además, el líder republicano estaba convencido que tendría más influencia en un Gobierno integrado por PSC e Iniciativa per Catalunya que en uno compartido con CiU.

La sustitución de un presidente convergente por uno socialista generó muchas esperanzas en los electores de izquierdas, especialmente en los contrarios al nacionalismo. Las caras cambiaron, pero no el mensaje. Un burgués nacionalista (Pujol) fue sustituido por otro (Maragall), el segundo imitó al primero y se empeñó en realizar una reforma profunda del Estatut de Cataluña. En su etapa como presidente de la Generalitat, el brillante alcalde de Barcelona no apareció por ninguna parte, pues constituyó una sombra de lo que llegó a ser.

El altavoz nacionalista continuó siendo tan potente como había sido hasta el momento. Aunque en los medios de comunicación públicos hubo algún cambio de caras, no existió ninguna variación del mensaje. La educación continuó siendo casi monolingüe y la postergación del castellano en la Administración siguió vigente.

En los comicios de noviembre de 2006, la izquierda volvió a superar a la derecha (70 frente a 65 escaños) y numerosos votantes no nacionalistas tuvieron más expectativas que nunca de la llegada de un verdadero cambio. En primer lugar, porque el PSC no hizo caso de la recomendación de Zapatero. Por tanto, no apoyó a Mas para ser presidente de la Generalitat y decidió respaldar a José Montilla. En segundo, porque el nuevo líder del Ejecutivo no era burgués y, a priori, tampoco podía ser nacionalista, pues había nacido en Córdoba.

No obstante, Montilla no tenía como objetivo cambiar nada y mucho menos convertirse en un símbolo para una parte de la población. Sus principales pretensiones consistían en seguir el máximo tiempo posible en el cargo y ser aceptado por la sociedad civil, inoculada durante más de 25 años con el virus nacionalista, de igual manera que lo fueron los anteriores presidentes.

Por eso, olvidó en una elevada medida a los que le habían votado y dedicó la mayor parte de sus esfuerzos a ganarse la aprobación de los que no lo habían hecho. No entendió, y sigue sin comprender, que, haga lo que haga, jamás será uno de los suyos. Aunque lo abuchearan en más de una ocasión, jamás desistió de su estrategia, pues aún sigue aplicándola.

En las últimas elecciones, el partido ganador ha sido el PSC. Su victoria tiene nombre y apellido: Salvador Illa. Un líder muy trabajador, sensato y educado. A diferencia de su predecesor en el partido, ha visitado cualquier rincón de Cataluña en los últimos tres años y dialogado con todos, comulguen o no con sus ideas. La amnistía le ha ayudado a atraer votantes nacionalistas, pero no le ha proporcionado el triunfo.

Illa ni es nacionalista catalán ni híbrido (unos días sí, otros no). Ha asistido a título personal a algunas manifestaciones convocadas por Societat Civil Catalana y mantenido un estrecho contacto con su cúpula en los peores tiempos del procés. Tampoco es un burgués, pues es hijo de trabajadores. No obstante, tiene ante sí un trabajo hercúleo: lograr una mayoría parlamentaria que dé sustento a un Ejecutivo encabezado por él.

Por cuarta vez, la izquierda suma más diputados que la derecha (68 contra 67). No obstante, lo que ahora hará ERC es más incierto que en las anteriores ocasiones. En los próximos meses, dicho partido probablemente cambiará de líder y equipo directivo. Debido a ello, la decisión más sensata sería pasar a la oposición, definir más claramente sus posiciones ideológicas, decidir si priorizan su alma nacionalista a la de izquierdas o viceversa y evaluar si les es rentable electoralmente seguir siendo en Madrid un partido filial del PSOE.

Para conseguir un Ejecutivo estable, si ERC actúa como anteriormente he indicado, Illa posee dos alternativas: unas nuevas elecciones o utilizar la geometría variable parlamentaria. En el primer caso, el viento a favor le puede ayudar sustancialmente. En el segundo, deberá apoyarse en unos u otros partidos, según el tema tratado.

En su política de pactos, espero que no desprecie al PP, tal y como hizo Maragall al firmar el Pacte del Tinell. Tampoco que el partido de centroderecha se niegue a firmar acuerdos con el PSC. En Cataluña, la verdadera frontera entre unos y otros no la constituye el eje derecha-izquierda, sino su carácter constitucionalista o independentista. Evidentemente, siempre que dichas formaciones no se sitúen en los extremos de la primera alternativa.

En definitiva, en 2003 la llegada de Maragall a la presidencia de la Generalitat de Cataluña no generó ninguna variación relevante. Un miembro de la burguesía sustituía a otro y el nacionalismo político continuaba siendo el principal eje vertebrador de la gestión autonómica. La sociedad civil catalana no tenía nada que temer.

El sucesor de Maragall tampoco hizo ningún cambio de calado, a pesar de ser andaluz y obrero. En lugar de convertirse en un símbolo para una sustancial parte de la población catalana, Montilla eligió ser un converso. Como es bien sabido, su nueva fe supera muchas veces a las de los creyentes tradicionales. Por tanto, desde mi punto de vista, decidió emular a Enrique IV de Francia, el converso más célebre de la historia, quien dejó para la posteridad la mítica frase “París bien vale una misa”.

A través de unas nuevas elecciones o mediante la geometría variable parlamentaria, Illa será presidente de la Generalitat. No obstante, ha de tomar una crucial decisión: convertirse en un Montilla o seguir siendo un Illa. Lo primero es la continuidad, lo segundo el cambio. Lo inicial es lo fácil, lo complicado es lo último.

Para ser el estandarte del cambio, que necesita como agua de mayo la sociedad catalana, debe hacer mucho más plurales los medios de comunicación públicos, acabar con el casi monolingüismo en la escuela y la discriminación del castellano en la Administración. Además, ha de arriesgarse y, aunque tenga la oposición de los de siempre, colaborar estrechamente con Jaume Collboni para que Barcelona vuelva a constituir el gran motor económico de Cataluña y España. Algo que jamás debió dejar de ser.

La falta de apoyos permanentes no me parece una excusa válida, aunque el PSC solo disponga de 42 de los 68 representantes que otorgan la mayoría parlamentaria. Durante los ocho años de mandato de Ada Colau, los regidores de los comunes fueron como máximo 11, siendo necesarios 21 para conseguir la indicada mayoría en el consistorio.

A pesar de ello, la alcaldesa cambió por completo la ciudad. No obstante, lo hizo para mal y convirtió a Barcelona en un municipio irreconocible para quien la había visitado en 2014. Una transformación similar, pero en positivo, es la que debe efectuar Illa con Cataluña y convertirla en mucho mejor de lo que era cuando Mas inició el procés independentista.

La consecución del anterior objetivo no es fácil, pero tampoco imposible. Para lograrlo no hay que ser prudente, sino atrevido. Y ni mucho menos es suficiente con ser un buen gestor. ¿Lo conseguirá Illa? No lo tengo nada claro. El paso del tiempo responderá a la pregunta. No obstante, ojalá sea un sí. Especialmente, nuestros hijos se lo agradecerán.