Las raíces de Europa se hunden en el monacato. La UE escolástica se expande por encima del laicismo moderno, heredado de la Francia revolucionaria de Danton y Marat. La Europa de los nacionalismos, que oficia en latín vernáculo, encaja como un guante en el pensamiento de Oriol Junqueras, un redentorista partidario del derecho al martirio, como lo fue Thomas Moro bajo el peso de la herejía anglicana; aunque con tonos menos dramáticos, espero. Junqueras difunde que sus quaderni di cercere, más que a Gramsci, huelen a Mandela, el líder sudafricano que tuvimos el honor de recibir en la tribuna del Estadio e Muntjuïc, en la inauguración de los Juegos del 92. Claro que Mandela se había pasado la mitad de su vida en las cárceles del Apartheid, la administración de blancos, supremacistas, colonialistas y prepotentes, que segregaron a la población bantú.
Mandela y Gandhi podían hablar en nombre del 80% de Sudáfrica o la India. Junqueras no; es inmoral que se erija en mártir por comparación a líderes de países sometidos a regímenes criminales, cuando él juega con los dados de la suerte ante un Estado de Derecho. La administración que él desborda con inteligencia cortoplacista (y torpeza estratégica) está amparada por una sala de casación en Luxemburgo y otra de Derechos Humanos, en Estrasburgo. No. La autoinmolación no legitima su causa, y menos cuando esta causa está llamada a ser un peldaño decisivo en la destrucción de la UE. No se trata de ninguna teoría del complot contra Cataluña urdida por agnósticos, adoradores de serpientes, masones, maniqueos o templarios. Es simplemente la opinión de los líderes europeos que confían en la vigencia del proyecto común.
Por lo que se ve, Junqueras desconoce los esfuerzos que nos ha costado pertenecer al selecto club del habeas corpus y la presunción de inocencia, que a él también se le aplica. Seguramente era un joven distraído en 1987, cuando el entonces embajador Francés, Pierre Guidoni, y el presidente de la Comisión de la ,CEE Jacques Delors, nos echaron muchas manos para superar el escollo de ser el país que había puesto en marcha los acuerdos preferentes, en tiempos del ministro Castiella. Se ha sudado mucho para llegar hasta aquí, incluidas la Unión de Helmut Kohl o Mitterrand, y el euro de Jean-Claude Trichet o Mario Draghi. Pero a Junqueras no le importa; el profesor de Historia quiere una Cataluña soberana aún a costa de triturar la UE, después de que el BCE de Frankfurt nos ha empujado con viento de cola comprando Deuda Pública (Quantitative Easing) y disimulando el desvarío del bono catalán. El presidente francés, Emmanuel Macron, culpa a los particularismos de la muerte del Francisco José y de la invasión alemana en Chequia y Polonia, al inicio de la Segunda Gran Guerra. Pero no todo está perdido. El imaginario de Europa, infectado por los misterios de Nefertitis, acaba siempre por echar una mano a sus estados miembros.
El catalanismo de Junqueras es una epifanía, como todos los nacionalismos excluyentes; su camino de redención monoteísta pasa por la cruz, donde el dolor es un instrumento para la perfección. Ha desbordado el marco constitucional de un Estado de Derecho, nuestro tesoro, después de una historia llena de borrones, tras dos siglos de pronunciamientos y escasos paréntesis de libertad. Pero no le importa porque su patriotismo tiene que ver con la divinidad; pertenece al pueblo escogido, a la gente de “nuestro Sinaí”, como dice la letra de El Birulai. Junqueras es un teocon. Muchos de sus adláteres piensan en clave calvinista; necesitan a Lutero para interpretar las escrituras sagradas de la nación tocada por la divinidad, como aquel monje agustino que pegó, hace 500 años, Las 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittemberg. Sus familiares leen las cartas del político en el exterior de la prisión, donde se congregan los fieles. A falta de voz, buena es la letra escrita. Pero el político sabe que es necesario sentir hondamente la palabra, el contacto físico, casi carnal, que le produce al orador el dominio directo de su gente. Pero su sermón, heredero de la elocuencia oral de los mejores, necesita de santas escrituras y no habrá más hojas parroquiales si es inhabilitado.
Podríamos decir aquello tan sobado de que España es un país de tradición autoritaria. Pero no; rotundamente no. No es así. Nada se descompone como no sea el bloque soberanista. España o el “club de las Españas”, como la llamaron noblemente los liberales de la Pepa, goza de buena salud. Así nos lo recuerda Miquel Roca (nadie duda de su catalanismo constructivo), cuando dice que la Carta Magna del 78 da para mucho y también para salir del susto en este momento. En el 40 aniversario de la Ley de bases de nuestra convivencia, Roca ha recordado a sus colegas de aquel momento: Herrero de Miñon, la brillantez oratoria, o Solé Tura, la voz de la resistencia. Rigor y reconocimiento, sin descartar la emoción.
Junqueras y Puigdemont (cada uno por su cuenta) no pueden deconstruir el compromiso histórico de la Transición, el único sorpasso a los ojos de la razón. Desde el comienzo, los indepes han tratado por todos los medios de revisitar el pasado para reinterpretarlo en nuestra memoria. Ahora, la concentración jacobea a las puertas de Lladoners no va restituir el diálogo deliberativo entre el político y su audiencia. Para gobernar desde la distancia es necesario hacer creer que existe un solo pueblo, con “una sola voz”. Pero ha llegado el momento de descartar esta falacia, porque la conspiración elimina paulatinamente lo refrendado en las urnas y los próximos comicios son cada día menos indepes, según los sondeos. En el desgobierno catalán (¿qué hacen Torra y Artadi cada día en el despacho?) se manifiesta un intento de huir de la lógica política. El sacrificio por la nación es el único anhelo de una vanguardia que deslegitima sus límites (la Ley). Cuando todo parece perdido, solo queda mirar a Bruselas, donde se cocina el outsourcing de las instituciones catalanas, el sueño húmedo del populismo expresado en la Crida de Puigdemont. Pero Waterloo, ansioso de que el Govern externalice en sus manos la república catalana, no es de fiar; la mansión es experta en fundraising, pero no practica la rendición de cuentas.
Junqueras no tiene ninguna autoridad moral para exigirnos ahora que salgamos a la calle a clamar en protesta por la dura calificación de la Fiscalía. El nacionalismo prepara la reacción masiva, pero el silencio es más denso de lo esperado. La calle, huérfana, ya no es nadie.