Alfred Bosch, el número uno de ERC en el consistorio de Barcelona, aconseja a Manuel Valls que no se meta en camisas de once varas. Para hacer de listillo ya está él, y a Valls, que iría a las municipales con una coalición centro-izquierda-centro, no se le ha perdido nada. En su Bloc, Bosch le llama a Valls exaspirante a la presidence de Francia, y es que el soberanista confunde el Elíseo con Matignon, aunque presume de pasear por el centro de las ciudades europeas y de inspeccionar el culto que se rinde al patrimonio histórico. No advierte, zopilote de vuelo rasante, que la piedra también llora; lo que menos necesitan los vieneses, pongamos por caso, es recordar a las hordas de Hitler señoreando el Schönbrunn Palace o a los boches en la Escuela Española de Equitación bailando polkas con botas de caña alta y enaguas al viento. Aquí, en Barcelona, tampoco tenemos necesidad de llorar; unos homenajearon a los nonagenarios de las Brigadas Internacionales, otros a las camisas pardas del Duce. Empatados y al zurrón del olvido.
En un escenario de división sin arreglo, PDeCAT y ERC no son capaces de acogerse a la iniciativa de lista única indepe lanzada por Jordi Graupera. Si, como dicen los sondeos, Bosch gana las municipales y se encarama a la alcaldía, espero que tenga el acierto de clausurar el despacho cambianombres que tiene montado Gerardo Piserello. Con una alcaldía republicana y una Generalitat comandada por Quim Torra, tocaríamos el cielo de la sinrazón. Puigdemont en el papel de general De Gaulle en el exilio está dispuesto a monitorizar al gobierno títere de Vichy (para bochorno de Torra). Tapado por el humo blanco de los confusos fastos separatistas, el poder municipal podría perpetrar una rebelión estilo Prats de Molló, aquel complot de un pelotón de veteranos, que vio venir a la Guardia Civil por el lado francés, como ha comentado recientemente Claude Ferrer, el alcalde de la simpática localidad francesa del Vallespir.
Bosch es un hombre de letras contrastado. Ha frecuentado la novela inspirada en la historia y los viales, y como ensayista se ha consagrado en la realidad africana (es autor de Nelson Mandela, l'últim home-déu) y el debate europeo. Ha ganado los premios Prudenci Bertrana, Nadal, Joan Fuster, Documenta, Ramon Llull y Carles Rahola, todo lo que se mueve y lleva tapas en lengua catalana. Pertenece a la generación política que forjó la ruptura del bipartidismo catalán; fue elegido diputado en 2011 como cabeza de lista de la coalición ERC, Reagrupament y Catalunya Sí. Un año antes, en 2010, lideró la plataforma Catalunya Decideix, el primer intento fallido de organizar un referéndum.
Es cabezón como todo lo que llega del influjo republicano. De los que dicen "si declaras la independencia, ¡créetelo!", pensando en que, inmediatamente después de las elecciones del Frente Popular del 31, Francesc Macià declaró la República en el balcón de la Generalitat, cuando Niceto Alcalá Zamora todavía no se había puesto al frente de la nueva forma de Estado. Esta anécdota se la hemos oído contar, créanselo, a Heribert Barrera, Jordi Carbonell, Carod-Rovira y al mismísimo Àngel Colom: "Aquella noche, mientras Alfonso XIII hacía las maletas, don Niceto le hizo llegar a Macià este mensaje: ahora, la República eres tú".
¿Cómo no van ser cazurros los de Esquerra con estas historietas siempre en el zurrón? ¿Qué tendrá que ver el Estado precario del 31 con el actual? No saben hablar sino de sus supuestos méritos, aunque a la vista está que han conculcado los derechos de los contribuyentes con su falsa Agencia Tributaria Catalana, han frustrado a los mayores con la gran mentira de la Seguridad Social Catalana y han destrozado el riesgo-país instalando su vida muelle sobre las Estructuras de Estado, una promesa imposible de cumplir. Los de ERC sirven para poner en marcha departamentos coercitivos, como Seguridad e Interior y para ejecutar al contribuyente como han mostrado los mecanismos implementados por Lluís Salvadó, el ex secretario de la Hacienda catalana. Son autoritarios inaparentes y escasamente creativos.
Raciales de una patria reescrita por ellos, deben pensar que la naturaleza se encargará de eliminar a los más débiles, lo que sugiere la inevitabilidad de hambrunas y guerras. Saben que bajo la aparente suavidad del mercado germina la violencia; se llaman de izquierdas, pero son partidarios de la ley del más fuerte. Viven en un mundo marcado por el fin de la productividad y el colapso del excedente, pero no se enteran. Si se les pregunta por qué un nuevo Estado y no una concatenación de soberanías compartidas, contestan con las herramientas del siglo XX: queremos banco central, ejército propio, autonomía total en lo territorial, aduanas menos permeables y migración controlada. Tienen amigos en la Europa blanca del númerus clausus, en los escenarios de esencialización, como el Ulster, Escocia, Euskadi, las repúblicas Bálticas o las islamizantes euroasiáticas. En su agenda de amiguetes, pronto meterán a Berlusconi, Il Cavaliere, última trinchera de todas las retaguardias retardatarias.
Nos queda por descubrir si, dando por perdido en frente municipal indepe --qué bien--, Bosch tendrá capacidad para incorporar a los municipalistas de Colau, en clara caída en los sondeos. A ERC, electrón libre de la moral-política, la bisagra sin ideología le va que ni pintada, pero su obcecación nacional la conduce al desvarío. El tiempo perdido se ha esfumado. Por mucho que se hable ahora de un gran acuerdo entre la ciudad y la Fórmula 1, por mucho que se sostenga que la Torre Agbar será colonizada por Amazon y Facebook, Barcelona no puede empezar de nuevo. Si se desanda el camino recorrido de los noventa, aparece la verdad descarnada: la rapidez de los mercados y la capacidad de succión de nuestros competidores no permiten rectificar errores. En la economía moderna, la tasa de ganancia y el deseo son inversamente proporcionales.