Cuando supimos que Alexander Dmitrenko decía ser ciudadano catalán, sospechamos un tocomocho y cuando fue nombrado responsable de los negocios rusos en la Cámara de Comercio de Barcelona, la conjetura se confirmó: prometió negociar la venta de gas y petróleo rusos a la futura Cataluña independiente. Un coloso en los mercados de futuros, vamos, con tarjeta de visita de la Cámara concedida el 3 de agosto del 2020. La antigua Junta de Comercio, denigrada por el secesionismo, aloja al pintoresco empresario de origen ruso que desempeña la sinecura moscovita sin nombre, pero con medios contantes y sonantes, facilitados por una corporación de derecho público, tutelada por la Secretaria General de Comercio.
Empezamos a tomárnoslo en serio cuando Dmitrenko y su amigo Josep Lluís Alay, jefe de la Oficina de Puigdemont en Waterloo, fueron recibidos por un viceministro de Putin; se movieron con agilidad y le colaron una entrevista a Puigdemont en la televisión pública. Ahora, transcurrido un tiempo, Alexander mantiene la frescura; es un señor tráfago y de fácil encaje; luce leontina en su chaleco de domingo y ancho cuello camisero bajo el cárdigan internacionalista, en días laborables. Se dice que es espía, pero su rostro no conserva la huella del gris nervudo propio de la contrainteligencia, aunque algo hay desde el momento en que el Ministerio de Justicia le negó la residencia por sospechoso. Se dedica al tráfico de influencias, una actividad lucrativa destinada a implantar aquí a empresas de detrás de los Urales. No ha traído gran cosa; sospecho que solo ostente la exclusiva comercial de polvorones La Estepa.
Llamarse Dmitrenko es una ventaja para hacer de espía, pero él está lejos del temible Carla que surgió del frío, créanme. Quiere y no puede, cae en los despropósitos de aquel espía Aviraneta, salido de la pluma de Baroja, durante la Década Ominosa. El empresario ruso figura en el sumario del caso Voloh, que examina la posible corrupción del frente económico indepe y los contactos de Alay, detrás del antiguo Telón de Acero. La Embajada de la Federación Rusa afirma no tener ninguna relación con Dmitrenko, pero la citada causa judicial investiga los contactos mantenidos por ambos con emisarios del Kremlin. El dúo Alay-Dmitrenko provoca tanto morbo político que el mismo PSC pidió explicaciones en el Parlament, vetadas por el rodillo secesionista, venido a menos en el último CIS.
Desde la invasión de Ucrania, al ruso se le ve menos; puede que el Paseo de Gracia se le haga pequeño frente a la avenida Tverskaia, la gran arteria comercial de Moscú. Este trasunto del pequeño Nicolás es un conseguidor astuto, pero ha caído en el default financiero de Rusia y en la muerte del rublo, una moneda que ha dejado de ser convertible. Quizá se ha sumergido en la escoria, como llama Putin a los rusos de Miami, descendientes de los gusanos de Fidel Castro. Imaginación tiene el tal Alexander y parece que es el último inventor de falsas siberias, pariente lejano de aquellos falsos Romanov que llenaban las fiestas de la Riviera francesa en la Europa galante de los Felices 20.
Josep Lluís Alay, profesor de Historia del Tíbet y Mongolia, muestra una evidente querencia euroasiática; vive de la sopa boba republicana, un Shangri-La con fondos públicos y sin agenda oficial. Antepone la causa nacionalista y reconoce públicamente que está dispuesto a defenderla con la ayuda del demonio si es necesario y por encima de las democracias consolidadas de la UE. Mezcla verdades y mentiras; sabe que el lenguaje confuso es un arma de guerra, sin necesidad de citar a Sun Tzu. Su conseguidor, Dmitrenko, ha hecho de corre ve y dile entre Waterloo y Moscú; enlaza memoria y deseo, pero la guerra de Putin se ha cargado su muelle en la guarida catalana.