El anunciado metaverso ya ha llegado y, con él, la posibilidad de transformarnos en otro en un mundo paralelo. Y parece que la cosa va en serio, tanto si atendemos a los tecnólogos, que nos acercan a las infinitas posibilidades del renacer en internet, como si observamos los enormes recursos económicos que se invierten en el universo digital. Como ejemplo paradigmático, resulta que grandes bancos tradicionales están adquiriendo parcelas de tierra virtual.

Precisamente, hace unos días atendía la intervención de un experto que, entusiasmado y cargado de buena fe, señalaba las virtudes del metaverso; entre otras muchas, el contribuir a resolver una de nuestras lacras sociales: la soledad. En el momento en que uno se ponga las gafas de realidad virtual, se convertirá en el que le gustaría ser, sumergiéndose en un mundo cargado de afectos, emociones y bienestar. Se habrá acabado la soledad y el desagrado con uno mismo. Hoy, en el metaverso, uno ya puede reunirse con otros e, incluso, celebrar bodas y comprar inmuebles.

Me costaba creer lo que estaba oyendo, pues venía de leer un par de artículos acerca de la salud mental y los jóvenes, con alarmantes estadísticas acerca de su consumo de psicofármacos. Resulta ya evidente que la adicción a la pantalla se ha convertido en una de las patologías psíquicas más recurrentes entre los más jóvenes, de la misma manera que los hábitos digitales subyacen tras otras manifestaciones de malestar emocional.

A la vista de todo ello, lo primero que se me ocurre es que esa vida paralela tendrá mayor éxito en la medida en que más difiera de la real. Es decir, como mayor soledad, más refugiarnos en el metaverso; como más dificultades económicas, mayor opulencia en la realidad virtual; o como mayor desagrado con mi aspecto físico, más renacer con otra cara y silueta.

Quizás por mi edad ya respetable, quiero seguir creyendo que un mundo mejor está a nuestro alcance, sin necesidad de refugiarnos en una virtualidad que jamás suplirá nuestra necesidad de afecto y reconocimiento. Para ello, conviene empezar por reconocer qué va mal y no recurrir a placebos que acabarán por romper aún más a nuestros jóvenes.