La guerra de Ucrania certifica el fin de una etapa cuyo inicio solemnizamos con la caída del Muro de Berlín en 1989. Llevados por la euforia del momento, el discurso dominante hablaba del inicio de una nueva era en que la victoria de la democracia occidental frente a la dictadura soviética favorecería la homogeneización política y social en todo el mundo. A su vez, el proceso de globalización y revolución tecnológica daría lugar a un crecimiento continuado de una economía que no sabría de crisis. Resulta ya indiscutible que no ha sido así. Por ello, en este momento, la primera obligación es cuestionarnos qué hemos hecho mal.

Sin embargo, no hacemos este ejercicio, ni creo que lo vayamos a hacer. Pese a las enseñanzas de la crisis financiera de 2008, de la pandemia y, ahora, de la guerra de Ucrania, seguimos con una aproximación extraordinariamente simplista. Un debate en que nos echamos mutuamente las culpas los unos a los otros por esta o aquella cuestión, pero sin entrar en el fondo del porqué del extraordinario descalabro. Y, lo más preocupante, con escasa o nula empatía para entender al otro, aferrándonos cada cual a nuestros intereses más propios. Una manera simplona de entender el mundo y quienes lo habitamos que ha dominado muchos ámbitos, también la educación.

Hace unas décadas, empezó a imponerse la idea de que lo determinante en la formación de nuestros jóvenes era dotarles de conocimientos prácticos, lejos de conceptos abstractos o ideas generales. Así, por ejemplo, en el mundo de la empresa y la economía es más relevante dominar el último instrumento de ingeniería financiera que saber de historia económica. O, en el ámbito del derecho, se prima el conocer menudencias mercantiles a conformar una sólida base doctrinal, empezando por el derecho romano.

A su vez, las preferencias universitarias se han ido transformando, aparcando la vocación para priorizar la practicidad de estudiar aquello que permita ganarse bien la vida. Ello resulta obvio entre los vástagos de nuestras élites. En su momento, en las familias de mayor raigambre abundaban médicos o abogados penalistas, por ejemplo. Hoy, es abrumador el porcentaje que estudian en una business school. Pero, también, entre las familias menos acomodadas se ha impuesto esta tendencia, y de ahí tantas y tantas escuelas de negocio.

Y se entiende, pues quien sale de una buena business school gana mucho más que un médico, por ejemplo. Comparen la remuneración de un director financiero de una gran compañía con la de un jefe del servicio de oncología de un hospital. Incomprensible. Así las cosas ¿es de extrañar el descalabro que vivimos?