Esta semana, un buen amigo, sensato y sagaz, de vuelta a Barcelona tras décadas en el extranjero, me mostraba su sorpresa por la sociedad que ha redescubierto. Así, lo que más le asombra es, de una parte, hasta qué punto la vida pública se ha radicalizado de la mano de una política, a menudo, muy mediocre. Mientras que, de otra, admira la amabilidad y serenidad que, de manera muy generalizada, se da entre unos ciudadanos golpeados por la coyuntura más compleja que podamos recordar.

Se entiende la sorpresa pues una cosa es seguir la actualidad leyendo los periódicos desde miles de kilómetros, lo cual ya debe generar preocupación, y otra, muy distinta, es vivir el día a día desde la cercanía, con lo que la inquietud se transforma en horror y hastío. A su vez, cuando, desde la distancia, todas las noticias apuntan a un país radicalizado, uno se debe imaginar una ciudadanía también agria y distante y, sin embargo, Barcelona sigue sorprendiendo por la calidez con que nos relacionamos unos y otros, en la tienda, la cafetería o el rellano de la vivienda.  

Ello podría llevarnos a la conclusión de que toda la responsabilidad del desastre recae exclusivamente en la clase política, como si esta viviera en paralelo, sin roce alguno, con el resto de la sociedad. De ser así, la solución sería sencilla pues, muy a menudo, los ciudadanos acudimos a las urnas, y podríamos elegir a nuevos representantes. Sin embargo, se argumenta que todos los partidos viven al margen de la sociedad y se organizan en estructuras cerradas que, orientadas a unos pocos militantes, se muestran impermeables al sentir social. Pero resulta que, en pocos años, han emergido nuevos partidos que, generando grandes expectativas, no han mejorado en nada la calidad de nuestra democracia.

Todo me lleva a creer que se dan carencias arraigadas en nuestra sociedad, compatibles con la amabilidad y serenidad, que subyacen y alimentan esa incapacidad de nuestra política. Y la más notable es la baja exigencia de los ciudadanos hacia nuestros dirigentes. Una tendencia generalizada en toda España si bien, en el caso catalán, se ha exacerbado hasta un punto de cuasi no retorno, consecuencia de la enorme confusión en los datos y los mensajes, para favorecer o debilitar el procés.

Estamos pagando caro el no hablar claro, el sometimiento al discurso político dominante y correcto de cada momento. Cuesta imaginar como empresarios y entidades de referencia han mantenido, durante años, una posición en privado y otra en público. Por ello, el acto de este pasado jueves, liderado por Foment y Pimec, en que la inmensa mayoría del tejido productivo catalán se ha manifestado con contundencia y claridad es de un valor histórico. De haber empezado hablando con tanta claridad, no estaríamos aquí. Más vale tarde, muy tarde que nunca. Mi reconocimiento a los impulsores del encuentro.