Crecí durante el tardofranquismo a las afueras de Barcelona en un entorno bilingüe con una peculiar diglosia. Los niños de mi pueblo, La Llagosta, estudiábamos en castellano, salvo los hijos de catalanes ricos que lo hacían también en su lengua materna pero en escuelas privadas de fuera. Sin embargo, en nuestros juegos callejeros utilizábamos palabras en catalán, no recuerdo cómo las aprendí. Las primeras clases en catalán las recibimos hacia 1973-74, cuando cursábamos los últimos cursos de EGB, un par de horas a la semana. Sé que mis recuerdos y mi experiencia no tienen por qué ser compartidos por todos los que vivimos aquel tiempo y en aquel pueblo, no lo pretendo.

Hace unos años, al acabar una entrevista por teléfono para Canal Sur Radio sobre la emigración andaluza, el locutor muy sorprendido me comentó --a micrófono cerrado-- que nunca había compartido con nadie las mismas impresiones que yo había hecho públicas, nos reconocimos, habíamos vivido en el mismo pueblo. Me confesó que había escondido en su memoria, quizás de manera involuntaria, las vejaciones lingüísticas que sufrió de parte del cura catalanista que gobernó la parroquia como un castillo militar en lo antropológico y en lo cultural. Los insultos que recibíamos los niños por ser castellans o por no hablar en catalán fueron más comunes de lo que, avergonzados, habíamos intentado olvidar. Sobre las bofetadas que nos dio el mosén preferimos no compartir nada, tampoco sobre la historia que nos contaba de un monje castellano de Montserrat que sangraba por la boca. Resentimiento ninguno.

La élite local franquista utilizó el catalán como signo de distinción y de diferencia social. Lo sorprendente es que, muerto Franco, los líderes vecinales y políticos del PSUC y del PSC del pueblo optasen por una táctica lingüística continuista

Pero no todo el conflicto se redujo al apartheid que impuso el cura con la directa colaboración de las autoridades franquistas locales. Hubo una segunda tensión cotidiana que marcó la convivencia de los años sesenta y setenta. Un niño es una esponja, y como les decía, comencé a comprender el catalán antes que a hablarlo o a escribirlo. Recuerdo muy bien cómo se practicaba el bilingüismo en las tiendas, mayoritariamente regentadas por catalanes del lugar. Los pocos inmigrantes que habían llegado antes intentaban marcar diferencias respecto a nosotros, y se esforzaban por comprar en un catalán chapurreado. Lo que siempre me sorprendió es que los dueños se riesen de ellos cuando se habían marchado, en la creencia que nadie de los allí presentes comprendíamos todavía el catalán. Desde muy niño conocí el enorme desprecio que sentían los pocos autóctonos hacia aquellos que querían integrarse lingüística, social y políticamente. Quizás fuera esto último lo que más les molestase. La lengua ya era poder.

A nadie le ha de sorprender que la élite local franquista utilizase el catalán como signo de distinción y de diferencia social. Lo que sí debería sorprendernos es que, muerto Franco, la mayoría de los líderes vecinales y políticos del PSUC y del PSC del pueblo optasen por una táctica lingüística continuista. Primero apoyaron la normalización escolar y administrativa de la que ya era socialmente lengua A, y años más tarde consideraron como lógico y natural el reaccionario y excluyente programa de inmersión. El argumento de los nuevos dirigentes era el mismo que el de aquellos primeros inmigrantes que chapurreaban el catalán como distinción: había que tomar lo antes posible el ascensor social si querían que sus hijos progresasen (sic) sin ser señalados. Nadie explicó por qué el catalán tenía que ser la única lengua en todos los ámbitos de la sociedad. El argumento identitario se impuso por el imperativo categórico de la entrepierna, y punto. Tarea estúpida fue esa imposición. En La Llagosta, como en tantos otros pueblos del cinturón metropolitano, en los espacios públicos --excepto el educativo-- se sigue hablando mayoritariamente en castellano rodeados de escrituras expuestas en catalán. Es el fracaso de la política ultra y ortopédica de la falacia del legendario dinosaurio que ya tenía lengua propia.

En el cinturón metropolitano, en los espacios públicos --excepto el educativo-- se sigue hablando mayoritariamente en castellano rodeados de escrituras expuestas en catalán. Es el fracaso de la política ultra

Asumir el dogma, falso pero intocable, de la lengua propia fue todo un reto para las familias castellanohablantes. Tuvieron que convencer a sus hijos, o según el caso dejar que los convencieran otros, de que el escolar teatro del absurdo que empezaban a vivir era por su bien. Lo resumo en una reveladora pregunta que hizo un niño a su maestra a fines de los ochenta: "Seño, ¿por qué no habla en clase como habla en la calle?". Apunte, aquella maestra bilingüe terminó pidiendo en 1991 el traslado a otra comunidad: "No quiero ser cómplice de esta esquizofrenia. Que dejen de tocar las lenguas", comentó. Bueno, pero eso fue hace muchos años, aunque después de tanto tiempo lo que ahora sucede recuerde aquella inolvidable fábula de Monterroso: "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.