El exordio de Sánchez en la última sesión de control del pasado miércoles fue un canto a la visibilidad de sus tres ultraderechas, pura invención de la máquina monclovita de consignas. Y como niños del coro, cada mañana los ministros repiten una y otra vez esas simplistas ideas, elaboradas bajo una premisa: el común de los españoles es una esponja de mentes primarias.

La normalización sanchista de los extremos está empujando a un número cada vez mayor de ciudadanos de centroizquierda hacia el cajón de sastre ultraderechista. En este espacio el presidente está empeñado en incluir liberales, conservadores, españolistas, anarcocapitalistas y toda aquella persona de izquierdas que manifieste una posición crítica hacia su persona y demás socios que lo sostienen. 

La consecuencia de esta polarización política liderada por Sánchez es doble. En primer término, se está generando una lamentable devaluación del concepto progresista, cada vez más populista y lejos del inexcusable e inmediato horizonte de justicia social. En segundo lugar, el aumento desmesurado de la abstención crítica puede deslizar a miles de electores hacia nuevos movimientos o partidos de la oposición. 

Cada miércoles el espectáculo se supera. Dice Sánchez que habla claro y la bancada del PP estalla en carcajadas, y con dos miradas fulmina a la presidenta del Congreso por no llamar al orden a sus enemigos. A su lado, una hiperventilada vicepresidenta primera toca palmas sin compas y grita como si estuviera insultando a la madre de su enemigo. A su radicalidad vocinglera le añade un meñique erecto y tenso. Esa fortaleza es el signo de su mayor debilidad: jalear a Sánchez con un altisonante “Muy bien, señor presidente”. La militante Montero pende de un frágil hilo desde el momento que reconoció, durante los cinco días de reflexión, estar calentando en la banda. La sentencia está dictada.

Antes que una convocatoria de elecciones, se avecina una inminente crisis de Gobierno con nuevos albañiles que aporten más piedras al muro populista, levantado contra las tres ultraderechas. Del mismo modo que define a su antojo la ideología de la oposición, Sánchez administra minuto a minuto la legitimidad y la viabilidad de su bancada azul. El monumental ridículo de Yolanda Díaz con su dimisión en diferido quizás no sólo responda a su incapacidad política, sino también a la necesidad de Sánchez de controlar los tiempos, antes de renovar un Ejecutivo agotado, exhausto. Ya lo cantó el genial Paco Isidro en su inolvidable fandango: “Aunque me voy no me voy, aunque me voy no me ausento, aunque me voy de palabra, pero no de pensamiento, aunque me voy no me voy”. 

Visto lo visto, Sánchez no es un estratega, es un tacticista con mucha suerte. Pero se equivoca cuando asegura que su virtud nace de la necesidad, en lugar del término medio. Si el presidente fuera un buen gobernante debería mostrar, al menos en público, que huye de los dos extremos. Los dos son malos, como dijo Aristóteles, el uno por exceso y el otro por defecto. Pero no, Sánchez sigue empeñado en ensalzar su yo y su excelso muro. Bien haría en recordar aquella maravillosa epístola moral de Fernández de Andrada: “Más triunfos, más coronas dio al prudente / que supo retirarse, la fortuna, / que al que esperó obstinada y locamente”. Y sólo entonces se podría decir “muy bien, señor presidente”.