El 10 de marzo quebró Silicon Valley Bank. El principal culpable de su bancarrota fue la desastrosa gestión realizada por sus directivos y el secundario los cambios en la regulación bancaria diseñados por la Administración Trump. Los primeros incurrieron en múltiples errores. No obstante, el último dio la estocada definitiva a la entidad. En los primeros días del mes, sus ejecutivos cometieron una equivocación que no realizarían ni los antiguos botones de los bancos. Vendieron una parte de su cartera de bonos, se apuntaron cuantiosas pérdidas (1.800 millones de dólares) y anunciaron enseguida una gran ampliación de capital (2.250 millones dólares). En otras palabras, gritaron a los cuatro vientos que la entidad tenía un grave problema de solvencia. Ellos mismos la sentenciaron.

Para hacer frente a la retirada de depósitos, por parte de empresas tecnológicas que ingresaban menos de lo previsto en sus rondas de financiación, cualquier directivo de la banca habría planeado una ampliación de capital. Su objetivo sería mejorar la solvencia de la entidad, evitar la venta de su cartera de bonos y soslayar la obtención de un elevado quebranto. No obstante, en la presentación de la ampliación, ninguno de ellos explicaría el verdadero motivo. Si lo hiciera, garantizaría el fracaso de la operación. En coyunturas similares, las razones aducidas suelen ser la necesidad de aumentar los fondos propios para afrontar con garantías una expansión territorial, la entrada en nuevos negocios o la captación de un distinto tipo de cliente. Una vez lograda la ampliación de capital, casi nadie hubiera dudado de la solvencia de SVB. Su mejora le facilitaría la consecución de liquidez en el mercado interbancario y le daría la oportunidad de planificar la obtención de recursos de compañías distintas de las tecnológicas y ahorradores no ligados a la economía digital. En el peor caso, la cúpula directiva dispondría del tiempo necesario para efectuar la venta de la entidad a un banco más grande y solvente.

En 2018, la derogación parcial de la ley Dood-Frankt concedió a los directivos más libertad para gestionar los bancos medianos. Uno de ellos era el Silicon Valley Bank, pues sus activos no llegaban a los 250.000 millones de dólares. Los legisladores descartaban que su quiebra pudiera generar una crisis bancaria. Por tanto, no era necesario evaluarlos anualmente para certificar si eran capaces de resistir una larga y profunda recesión económica. El cambio de legislación fue auspiciado por los gestores de los anteriores bancos. Una menor necesidad de fondos propios por cada dólar de activo les permitiría crecer más rápidamente, obtener mayores beneficios y sus ejecutivos lograr un superior salario a través de la remuneración variable. Una vez más, la avaricia rompió el saco.

Una semana después de la desaparición de SVB podemos distinguir las siguientes previsibles consecuencias:

1) el rescate indirecto de numerosas empresas tecnológicas. En caso de quiebra de una entidad, la Corporación Federal de Garantía de Depósitos asegura la recuperación de cualquier saldo en cualquier banco norteamericano cuyo importe fuera igual o inferior a 250.000 dólares. No obstante, el 97% de los clientes de SVB tenían depósitos que excedían dicha cuantía. La mayor parte de ellos eran de compañías tecnológicas e inversores, directivos y emprendedores relacionados con ellas. Por tanto, el mantenimiento del anterior límite suponía el hundimiento de dicho sector en EEUU, pues SVB era su principal financiador y el mayor receptor de su liquidez.

Para evitarlo, la Administración Biden ha decidido eliminarlo y permitir la recuperación por parte de los impositores de la totalidad del capital depositado en la entidad. No obstante, para los emprendedores tecnológicos el futuro será más complicado que el pasado. La desaparición del banco supone la pérdida de una gran fuente de financiación, reduce el crédito disponible en otras entidades y aumenta el riesgo incurrido por los inversores en los nuevos proyectos. Al haber menos capital disponible para las startups, su éxito será más difícil y rápida la desaparición de las que no cumplan los objetivos anuales previstos.

2) una regulación bancaria más estricta en EEUU. Una vez más, los hechos han demostrado que la quiebra de un banco mediano puede conducir a la desaparición de otros y generar pánico bancario. La última situación la han evitado la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro al asegurar la solvencia de cualquier entidad y el reembolso ilimitado de los depósitos de sus clientes. Para conseguir el primer objetivo, la Reserva Federal ha decidido valorar la cartera de bonos de los bancos según su valor nominal, en lugar de por el de mercado, siendo el segundo sustancialmente inferior al primero. De esta manera, si los clientes retiran dinero de una entidad, la Reserva Federal le ofrecerá la liquidez necesaria y le evitará incurrir en pérdida alguna.

La desaparición del SVB, Signature, Silvergate y los notables problemas financieros de First Republic muestran claramente la inadecuada regulación actual de los bancos pequeños y medianos en EEUU. Por tanto, es muy posible que la Administración Biden resucite la parte de la ley Dood-Frank derogada en 2018 o genere normas incluso más estrictas que limiten en mayor medida los riesgos incurridos por las anteriores entidades. Así pues, en el futuro, estas serán más seguras, pero menos rentables para sus accionistas.

3) una mayor prudencia bancaria en el resto del año. Una superior preocupación de los clientes por la solvencia de los bancos y una elevada caída de sus cotizaciones bursátiles harán más prudentes a las entidades financieras durante los próximos meses. No solo será en EEUU, sino también en el resto de los países desarrollados. La principal repercusión será un aumento de la liquidez en el activo de sus balances. Para conseguir aquella, por un lado, los bancos van a reducir el crédito concedido y, por otro, aumentar la captación de depósitos.

En España, las entidades dejarán de alentar el traslado a fondos de inversión de renta fija de las imposiciones a plazo y empezarán a remunerar las últimas mediante competitivos y atractivos tipos de interés. A pesar de disponer en la actualidad de una eleva liquidez, no es descartable que en los próximos meses algún gran banco empiece una guerra del pasivo. Los ganadores de ella serán los ahorradores. En las naciones avanzadas, la mayor prudencia de las entidades reducirá la demanda de bienes, generará un menor crecimiento económico y una más rápida disminución de la inflación. Por tanto, una vez más, la futura coyuntura económica y financiera mostrará que el BCE se ha equivocado subiendo su tipo de interés principal del 3% al 3,5%.

4) un limitado efecto cascada. Aparece cuando la caída de un banco genera desconfianza en otros y les lleva a su desaparición o venta por un importe notoriamente más reducido que su valoración bursátil un mes atrás. La primera repercusión la ha sufrido Signature y la segunda Credit Suisse, pues el último ha sido adquirido a precio de derribo por UBS. No obstante, ambas entidades ya arrastraban grandes problemas. En otras palabras, estaban groguis y el efecto cascada las ha rematado. Este puede ser limitado o elevado. El primer caso sucede cuando las autoridades monetarias y económicas reaccionan rápidamente y aseguran la solvencia de los bancos. Desde mi perspectiva, es lo que ha ocurrido en la última semana en EEUU y Suiza. El segundo tiene lugar cuando aquellas dejan caer a varios de los medianos o a uno de los grandes. Lo último sucedió en septiembre de 2008.

Para Paulson, secretario del Tesoro de EEUU, las repercusiones de la bancarrota de Lehman Brothers estaban controladas, a pesar de que no había diseñado ningún relevante cortafuegos. Los hechos demostraron su equivocación, pues su desaparición provocó en 2009 una gran crisis bancaria en los países desarrollados, una elevada reducción del crédito y el menor crecimiento económico mundial desde la finalización de la última gran guerra. Generalmente, un rescate bancario les cuesta menos a los contribuyentes que una gran crisis económica. Por tanto, si es necesario, el sector público debe rescatar a los bancos para sanearlos y posteriormente venderlos a otras entidades o a distintos inversores. Si lo hace bien, el programa de rescate puede salirle gratis e incluso ganar dinero con él. En la última crisis, la anterior opción facilitó una rápida recuperación de EEUU, pues en 2010 su PIB ya creció un 2,7%. Además, la Administración obtuvo plusvalías por el dinero invertido en el rescate total o parcial de 444 bancos y empresas entre 2008 y 2011. En cambio, en España, en 2022 estaban pendientes de devolución 59.356 millones de euros inyectados en el sistema bancario a través del FROB (Fondo de Reestructuración Ordenada Bancario).

En definitiva, en las primeras semanas es muy difícil saber la extensión y profundidad de una crisis bancaria. No obstante, lo sucedido en la anterior debería servir para guiar con éxito las actuaciones de las autoridades monetarias y económicas. Por tanto, el impacto de la actual sobre el PIB de EEUU y otros países desarrollados debería ser escaso. Pero después de 15 años, la repetición de un nuevo episodio de crisis bancaria demuestra una vez más la avaricia sin límite de numerosos ejecutivos de la banca. Dado que las repercusiones de su deficiente gestión no son las mismas que las de cualquier otra empresa, su penalización por ella debería ser diferente y de una magnitud lo suficientemente elevada para disuadirles de enriquecerse a costa del dinero de los contribuyentes. Un banco jamás puede estar en manos de un ludópata que se juega a todo o nada el futuro de la entidad y cree que su responsabilidad social es nula. Su sitio está apostando su dinero en el casino o jugando con criptomonedas. En la primera posición nos hace daño a todos, en la segunda solo a él.