La filósofa Marina Garcés, en la entrevista con 'Crónica Global', en el barrio de Gràcia de Barcelona / CG

La filósofa Marina Garcés, en la entrevista con 'Crónica Global', en el barrio de Gràcia de Barcelona / CG

Pensamiento

Marina Garcés: "Lo que hay y lo que ocurrió el 1-O es un rechazo a la autoridad"

La filósofa, autora de 'Ciudad Princesa', no ve proyectos compartidos de futuro por parte del independentismo y pide reflexionar sobre el turismo en las ciudades

24 febrero, 2019 00:00

ciudad princesa

ciudad princesa

Marina Garcés (Barcelona, 1973) se ha convertido en un referente para todos aquellos que quieren tener alguna lucha, algún cometido, aunque sea pequeño. No se trata de transformar ya el mundo, que también, sino de afrontar lo pequeño, lo que se tiene en el barrio, en lo cotidiano, lo que ella llama “salvar, cuidar, mimar”. Filósofa, profesora titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza, Garcés mantiene el contacto con el entorno de Ada Colau, unos activistas, como lo fue ella misma, que han intentado romper el corsé que supone la política formal, con resultados ambivalentes al frente del Ayuntamiento de Barcelona. Garcés afrontó sus propias contradicciones y las de su tiempo en Ciudad Princesa (Galaxia Gutenberg), un libro que evoca cierta nostalgia, que traslada al lector a la Barcelona de los años noventa, pero que salta a la Barcelona independentista que se movilizó en el referéndum del 1 de octubre.

En esta entrevista con Crónica Global, en la biblioteca Jaume Fuster, en esa ciudad “posible”, en el barrio de Gràcia, Garcés reflexiona sobre los movimientos de cambio, también el que protagoniza el independentismo, y que para ella tiene elementos muy plurales. “En Cataluña lo que hay es rechazo a la autoridad”, señala, para acercarse a lo que ha ocurrido en los últimos años. Garcés considera que, al final, todos los estados son nacionalistas, y que construir una ciudad, la que ella pretende, como un espacio de entendimiento, donde se busca “vivir”, no pasa por pedir un Estado propio, “sino por desenmascarar todo Estado como impropio, en la medida en que se basa en la expropiación de lo que nos es común”.

--Pregunta: Movimientos okupas, activismo social, usted habla en Ciudad Princesa de la Barcelona de los años noventa. ¿Qué ha cambiado en Barcelona en todos estos años?

--Respuesta: Lo que hemos experimentado en casi 30 años es un cambio que nos ha llevado de un momento de éxito, con los Juegos Olímpicos, a un momento de peligro para el tejido social. No se cuestionaba entonces lo que se entendía como una marca, no era lo que nos gustaba a muchos, pero no se ponía en solfa el modelo. Lo que vemos ahora, desde muchos sectores, es el fracaso de esos supuestos éxitos y los daños sobre el tejido social y político de la sociedad. Hay una sensación de peligro colectivo. Hay fuerzas sociales que intentan recuperar experiencias, otras que prefieren cambiar y aprender de aquellas primeras movilizaciones, ensayando otras formas de ciudad.

--Pero ese modelo es una forma de vivir para muchas personas, hay toda una economía que funciona a partir de un modelo y de unas inercias.

--Sí, pero una ciudad no es una empresa. Hay unos criterios de éxito, basados en el crecimiento económico, entendiendo la ciudad desde un solo objetivo. Pero hay otras maneras, hay flujos de personas conectadas con el mundo. Es un organismo vivo, no puede contar sólo la cuenta de resultados. El valor de la vida de Barcelona, desde el punto de vista ético, o cultural, debe prevalecer y todo esto está en juego.

--¿Qué se juega, precisamente, Barcelona, aunque también otras ciudades, en las próximas elecciones?

--A mí estas elecciones me recuerdan los cuentos medievales, cuando está en juego quién recupera la plaza perdida. La percepción es que hay algo que se ha perdido y se pretende recuperar. Se trata de recuperar el control de la ciudad. Y lo que realmente está en juego es cómo superar los estragos que ha dejado un modelo de éxito, muy ciego, y cómo aprender de las consecuencias que ha provocado. Se trata de hacer vivible una ciudad, de vislumbrar un futuro imaginable. Creo que desde los territorios concretos se pueden ensayar futuros vivibles, desde lo local. Y Barcelona tiene una escala y unas dimensiones que permiten verlo todo, desde la trama local hasta el funcionamiento de los flujos globales. Es casi como un laboratorio. Y ahora tenemos la ocasión de no actuar ciegamente.

--¿Qué idea queda de la autonomía de lo local, pensando en los autogobiernos de los distritos que impulsaron los socialistas en su momento?

--Es evidente que en términos de movimiento vecinal, todo aquello tuvo un protagonismo. No sé hasta qué punto lograron parte de sus luchas, pero luego fueron cooptados esos líderes locales por los gobiernos socialistas, y hubo una especie de pacificación y una larga despolitización de la ciudad. Las primeras grietas se producen a finales de los 90. Hay cosas que no encajan en el modelo, como los movimientos okupas, o los antiglobalización. Se cuestiona la ciudad, no sólo desde su equilibrio interno, sino por cómo organiza los flujos sociales. Los entornos de vida cambian y se trunca esa idea de que la democracia se inicia desde la proximidad. Ahora se deberá pensar esa idea de la precariedad, de ver el barrio donde no hay barrio, del concepto de barrialidad, de José Luis Oyón. Las cartografías ahora serán diferentes.

--A partir de sus escritos, sobre esas relaciones sociales, nuevas, con personas que viven en un barrio, pero trabajan, incluso, en otras ciudades, conectadas, como explica en el libro, con sus comunidades de origen en otros continentes, ¿cómo se gobierna? ¿Desde la más escrupulosa neutralidad de valores?

--No, porque eso podría equivaler a gestionar un aeropuerto, y no una ciudad. No se trata de indicar puertas de salida y de entrada, eso es gestionar el flujo, no gobernar una ciudad. El problema, efectivamente, es que nos acercamos a esa gestión de flujos.

La filósofa Marina Garcés, en la entrevista con 'Crónica Global', en el barrio de Gràcia de Barcelona / CG

La filósofa Marina Garcés, en la entrevista con 'Crónica Global', en el barrio de Gràcia de Barcelona / CG

--¿Qué ocurre cuando toda una generación de activistas, como es la alcaldesa Ada Colau y parte de su equipo, pasa a tareas de gobierno? ¿Fracasan por carecer de fuerza, porque el terreno de juego está limitado?

--La experiencia lo que dice es que, en términos de transformaciones sociales, tienes que contar con una correlación de fuerzas. Puedes tener ideas magníficas, pero la política se debe hacer dentro y fuera de las instituciones. Y ese trabajo también se debe realizar dentro del sistema de partidos. Y ese es el problema, el gran obstáculo, que tiene una lógica propia, la de ganar elecciones y poco más, una lógica inmediatista, rápida, poco dispuesta a elaborar planes de larzo plazo. Esa guerra neutraliza la verdadera política. Y lo que se debe hacer es intentar, desde dentro, cambiar esas dinámicas, desde la autonomía absoluta de los pequeños proyectos. Es un ensayo en el que todavía se está inmerso, pero sobre el que se debe persistir.

--¿Eso lo ha intentado Colau?

--Bueno, se ha intentado en Barcelona y en toda la política municipal. En Badalona y en otros lugares del territorio, en pueblos y ciudades pequeñas. Hay mucha gente ensayando para desmontar la lógica partidista. El foco puesto sólo en Madrid o en Barcelona no sirve para ver lo que ocurre, en la trama loca es donde menos miedo hay para salir de esa lógica de los partidos.

--En Barcelona, pero en toda Cataluña, y, de hecho, en las grandes ciudades del mundo, se debate sobre el turismo. ¿Qué significa en términos filosóficos, qué aporta?

--El turismo es el gran producto tóxico en nuestras vidas colectivas. Y no sólo aquí, en Cataluña o en España. Es en todas partes del mundo. Además, es uno de los terrenos donde es fácil caer en un discurso tramposo sobre el turista, como se cae cuando nos referimos a la sociedad de consumo. No se trata de acusar al turista o al consumidor. Para nada. El problema es un sistema basado en una explotación masiva e intensiva de unas actividades sobre unos territorios y unas poblaciones concretas. Se concentra en unos pocos puntos, con una industria que no es corresponsable del cuidado de esos espacios.

--¿Pero se debe realizar una reflexión más allá de eso, más personalizada?

--Las ciudades tienen limitaciones, y debemos pensar en cómo se satisfacen unos deseos concretos. ¿Todo el mundo necesita visitar la Sagrada Familia, sin tener apenas tiempo, y todos en el mismo momento? Son deseos construidos, que se fomentan. La reflexión de fondo es sobre nosotros mismos: ¿por qué salimos corriendo a la menor ocasión, por qué en nuestro poco tiempo de ocio lo que hacemos es comprar un billete para viajar a 3.000 kilómetros de distancia? ¿Qué nos pasa si no somos capaces de compartir ese poco tiempo de ocio con nuestro entorno más inmediato?

--Resulta, sin embargo, como explica en Ciudad Princesa, que todos esos movimientos sociales no tenían en cuenta un fenómeno que, una vez más, reaparece, y, en especial, estos años en Cataluña, con la identidad nacional. ¿Por qué?

--Vivimos unos años en los que todo pasaba a nivel global y local. Era aquello de pensar globalmente y actuar localmente. Y la dimensión del estado-nación, la nación como identidad, o el estado como cuerpo político, quedó disuelto, y se dio por amortizado. La soberanía estatal y la identidad nacional se veía sólo como una pantalla administrativa, lo que había entre ti y el mundo. Pero ocurren cosas. Cuando con la suma de crisis que comienzan a golpear ese mundo local y global, a partir de 2001, la globalización se tiñe de oscuro. La conexión del mundo, la libre circulación de todo, servicios y capitales, la guerra global contra el terrorismo… todo se remapea. Las fronteras se endurecen y se retoma la soberanía de los estados. Con la crisis económica de 2008, se pone todo otra vez en juego, y eso ejerce de multiplicador de miedos y de incertidumbres. Y los estados vuelven a manifestarse. Se crea una relación entre fuerza y soberanía, con el control del territorio, y la idea de la reunificación del pueblo forma parte de esa soberanía, la búsqueda de un nosotros, un nacionalismo que, en cada lugar, se manifiesta como propio. Y en Cataluña se ha manifestado de esa manera.

La filósofa Marina Garcés, en la entrevista con 'Crónica Global', en el barrio de Gràcia de Barcelona / CG

La filósofa Marina Garcés, en la entrevista con 'Crónica Global', en el barrio de Gràcia de Barcelona / CG

--¿Cómo, en concreto, en Cataluña?

--Yo lo veo como un fenómeno global, que en cada lugar, desde las historias no resueltas, se recrean los propios fantasmas, los deseos no cumplidos. Y ocurre en Italia, Francia, en todas partes. Cada nacionalismo transita de formas diferentes. Y lo he visto con conversaciones y debates en muchos lugares. En Varsovia, hace poco, donde el nacionalismo se identifica con la extrema derecha. Esos nacionalismos son comunes, pero no iguales.

--¿Lo que ha ocurrido en Cataluña, entonces, ha adoptado ese componente ácrata, tan característico en la historia de Cataluña? ¿Es eso lo que surge con el 1-O?

--Es un elemento importante, entre otros fenómenos colectivos. En Cataluña el antiautoritarismo siempre está presente. Existe un alejamiento con el poder, que queda lejos, que es visto como una injerencia y una violencia, aunque haya relaciones de poder en Cataluña, de clase y de todo tipo. Pero esa imagen autoritaria del Estado es mal vivida en Cataluña, desde siempre. Que en Madrid no se entiende bien. Se critica que determinados colectivos apoyen el independentismo, ese movimiento de rebeldía. ¿Qué haces con la derecha?, te preguntan, porque hay muchos sectores que forman parte de ese movimiento. Pero es que tampoco se comparte todo. Lo que hay y lo que ocurrió el 1-O es un rechazo a la autoridad, que desencadenó una respuesta impresionante.

--Por tanto, no existe un proyecto en común, dentro del independentismo, con sectores ideológicos y con horizontes distintos. ¿No hay un proyecto compartido de futuro?

--Es que proyectos de futuro no veo ninguno, no sólo respecto al independentismo. Lo que se ve es un conservadurismo global. Es el que tiene un proyecto común en todo el mundo. Es la contrarrevolución conservadora. La izquierda, en cambio, muestra una gran debilidad. Las posiciones que se han denominado progresistas son más emancipadoras que progresistas. La debilidad se explica porque no hay un proyecto común. Lo que ocurrió el 1 y el 3 de octubre fue una resistencia compartida ante una violencia del Estado. Lo que se defiende se tiene claro, pero lo que anuncia o se pone en marcha se desdibuja.

--¿Qué significa entonces ‘hacer república’?

--Lo que convoca contra el poder establecido. Es la idea, la de repúblicas como un espacio político no despótico. Se trata del republicanismo político, ligado a los republicanismos no estatalistas. No es republicano a la francesa. Es una apuesta por las ciudades ligadas a los flujos reales de la vida.

--Entonces, una de las lecciones es que no se pueden compartir proyectos, cuando se buscan cosas diferentes, y me refiero a un proyecto en el que va Artur Mas y la CUP, por ejemplo.

--Sí, no se va más allá del tacticismo. Por eso no me interesan los partidos políticos, las alianzas a corto plazo. Me dan miedo las falsas alianzas igual que el narcisismo de las pequeñas diferencias. Se necesita mucha proximidad y mucha globalidad, y eso implica que participen muchos actores al mismo tiempo. Nadie resolverá nada de forma autónoma. En todos los ámbitos.

--¿Cuál es, entonces, el factor determinante que explica el descontento, no sólo en Cataluña?

--Las izquierdas más institucionalizadas, el pacto de la socialdemocracia, ya no tiene mecanismos que funcionen. No hay lugares de encaje. Los nuevos conflictos implosionan y, mientras tanto, hay una contrarrevolución conservadora que sabe transitar en los tiempos largos, que sabe gestionar esa etapa, y no es una fuerza conservadora reaccionaria. Hay revoluciones, pero no las lidera la izquierda, y eso cambia los esquemas clásicos, lo antiguo y lo nuevo. Las fuerzas conservadoras pensamos que son las inmovilistas, pero son rupturistas.