El juicio en el Tribunal Supremo a los dirigentes independentistas presos, por la causa del 1-O, está resultando ilustrativo. Al margen de los delitos que se imputan, y que los jueces deberán dirimir, lo que se refleja es la falta de claridad en los postulados nacionalistas e, incluso, el engaño que llegaron a trasladar a miles y miles de ciudadanos catalanes, que, equivocados o no, han pensado que la independencia es algo deseable y posible. Uno de los más importantes, y se debería decir ya, es la propia denominación de lo que se defiende: ¿se puede hablar de nuevo de nacionalismo, o ya es independentismo, y no tendrá vuelta atrás? No hay nada que sea irreversible. Por eso, cuando se habla tanto de “ni un paso atrás”, o de “ya se ha pasado esa pantalla y acabará ocurriendo”, se comete un grave error. Principalmente, porque los actores implicados no querían la independencia. Otra cosa es que, si ocurría, si se producían las circunstancias, estaban dispuestos a forzar al Estado. Y eso es lo que se discutirá a lo largo del juicio.

El exconsejero Santi Vila lo explicitó. Pero también las declaraciones de Jordi Turull, o de Josep Rull, o, incluso, de Joaquim Forn, deslizaron esa idea: un pulso al Estado, tensar la cuerda sin que se rompiera, en busca de una negociación que nunca llegó, porque el Gobierno español no estaba dispuesto a negociar nada en esas condiciones. Y porque tampoco, --eso es lo que políticamente está en juego y lo estará en los próximos años-- cree que se deba negociar nada: existe un autogobierno, un Estado de las autonomías, y las cosas funcionan mejor o peor en función de la situación económica. ¿Cuál es el problema? Esa fue la mentalidad de la derecha española, y tendrá ahora un carácter más restrictivo con el PP de Pablo Casado y con Ciudadanos, bajo el liderazgo de Albert Rivera.

Pero el meollo del problema lo constató Oriol Junqueras, con esa idea, precisamente, de que delante del Gobierno catalán había siempre una silla vacía, la del Gobierno español. No. La silla vacía no ha estado en Madrid. Sigue vacía, pero en Barcelona. Y no se trata de liderazgo, de que el propio Junqueras siga en prisión preventiva y no pueda ejercer en plenitud su cargo de presidente de Esquerra Republicana. No, sigue vacía en el sentido de que desde el nacionalismo --por eso es importante recuperar el concepto, más allá de la coyuntura independentista-- no se sepa qué se quiere, la confusión es absoluta, y se llegó hace años a un agotamiento del modelo, que muestra, de hecho, los límites de una ideología que debería haber asumido que su tiempo histórico ya había pasado.

La silla vacía significa, primero, que no hay un interlocutor válido para nadie: ¿un republicanismo, el de ERC, extraño, sin un cuerpo ideológico claro --nunca lo tuvo--, que es carlista en el interior de Cataluña, pero con gotas de liberalismo sincero, mezclado con un punto antisistema? ¿Una derecha liberal desdibujada, acomplejada por la crisis económica y por la corrupción interna de un partido como fue Convergència? ¿O un liberalismo, ese sí sin complejos, que defienden unos jóvenes que se dicen ciudadanos del mundo, pero que quieren un Estado propio, aunque lo quieren conseguir apretando un botón, como esos ilustrados que se reconocen en la ANC y en la figura de Jordi Graupera?

Esa es la silla vacía que da miedo al Gobierno español, sea del color que sea, porque, ¿qué puedes negociar con gente tan diversa, sin ninguna idea clara, y con el ánimo constante de engañar al personal?

El gran problema que se ha instalado en Cataluña, y que amenaza con cronificarse, es interno. Y su solución dependerá, en gran medida, del pulso que todos esos sectores mantengan con ellos mismos. Cuando se sostiene que la grandeza del independentismo es su pluralidad, se cae en un voluntarismo que se sabe falso. No se puede constituir nada sólido con gente y proyectos tan distintos. Y eso lo debería pensar Artur Mas cuando se va a dormir cada día. La CUP está por otra cosa, no por gobernar un territorio, con orden y con una negociación constante con un Gobierno central. Y lo que pretende Esquerra y el mundo posconvergente es lograr ese gobierno para conseguir cambios tangibles en las vidas de los ciudadanos. La mayoría de los catalanes, de todos los pelajes, rechazan cualquier atisbo de revolución, como no puede ser de otra manera en una sociedad con un PIB per cápita de 30.000 euros. Entonces, ¿a qué se juega? ¿Por qué no se aterriza de una vez?

Pues porque la silla sigue vacía, nadie tiene el valor de ocuparla, de explicar qué sucede, qué se quiso hacer, y qué grandes errores se cometieron. Y no pasa nada por decir que se volverá a ser un Gobierno autonómico, que España es un gran país, y que hay un gran margen para gobernar y mejorar las vidas de los ciudadanos, y que se puede y se debe contribuir a la gobernabilidad de España, y que el Congreso es un lugar fabuloso para llegar a acuerdos, y que los catalanes, si alguna seña de identidad tienen, es precisamente esa: la de ser prácticos, la de ser terrenales, la de ser maestros en el pacto.

Todo lo demás es una retórica que no conduce ya a ninguna parte. Y no se trata de renunciar a las ideas, simplemente de entender que no sirven de mucho. Los comunistas tenían su horizonte político. Pero siempre se dejó, precisamente, para mañana. El eurocomunismo existió. ¿Por qué todos esos independentistas de salón --nada revolucionarios-- no dejan ya de vender esa mercancía tan averiada? Se necesita ya a alguien en la silla, bien vestido, con corbata si puede ser, honesto y valiente. Entonces, y no antes, se podrá negociar de cuestiones centrales, de dineros, competencias, responsabilidades y obligaciones. Llegados a este momento, Artur Mas suspira profundamente.