Hoy, 26 de septiembre, es el Día Nacional del Dumpling, una celebración americana sin ningún tipo de rigor histórico, probablemente inventada por alguna agencia de publicidad para incentivar el consumo de lo que en España llamaríamos empanadilla, ravioli, o quizás gyoza, ahora que todo el mundo se ha vuelto fan de la comida japonesa.

Tan señalada fecha me hubiera pasado desapercibida si no fuera porque los dumplings (pasta rellena, en cualquiera de sus formatos) son una de mis comidas favoritas desde muy pequeña.

Diría que mi amor por los dumplings empezó el verano de 1984 cuando, con 5 años, descubrí la serie Ravioli en televisión. Era una serie alemana, protagonizada por unos niños muy rubios y traviesos cuyos padres dejan solos en casa tres semanas al ganar unas vacaciones en un concurso. Antes de marcharse, los padres les dejan dinero para comprar comida, pero ellos deciden alimentarse exclusivamente de raviolis de lata, su comida favorita, porque es más barata y así pueden comprarse otras cosas. Mi recuerdo de la serie es algo difuso, pero sigo viéndome sentada en el suelo del porche de casa de mis abuelos, embobada frente al pequeño televisor, riendo a carcajadas al ver sus caras manchadas de salsa de tomate y los accidentes domésticos que sufrían: les explotaba una tetera, el lavaplatos inundaba la cocina, etc.  

En mi casa siempre se ha comido bien: pasta italiana de marca cara, salsa de tomate casera, un buen parmesano rallado…  así que nunca me he atrevido con los raviolis de lata. Puede que no tarde. Últimamente, estoy abierta a nuevas experiencias, especialmente si se trata de dumplings. El pasado julio, por ejemplo, una amiga me invitó a comer a su casa y me ofreció un plato de raviolis de marca blanca bañados en tomate frito Solís --un producto que nunca ha entrado en mi despensa--, y disfruté igual o más que su hijo de tres años. Y hace unas semanas, impulsada por un antojo tremendo de empanadillas chinas (mis dumplings favoritos), me atreví a entrar en una popular cadena de congelados baratos por primera vez en mi vida y hacerme con tres bolsas de empanadillas al estilo “asiático” (no concretaba la denominación de origen exacta). Los cociné a la plancha, no sin cierta reticencia, y la verdad es que estaban buenos.

Por supuesto, no los cambiaría nunca por unos jiaozi caseros en alguno de mis restaurantes habituales de Pekín, donde tuve la suerte de vivir cuatro años. Los jiaozi (de ahí la palabra gyoza, los japoneses se la copiaron) son los raviolis chinos más populares, hechos con masa de harina de trigo, rellenos de carne o verdura, y que pueden ser fritos, hervidos o al vapor. Antes de llevárselos a la boca, se mojan en una salsa de soja y vinagre, y otra de aceite picante. La gracia es conseguir que el ravioli no te resbale de los palillos y acabe estrellado contra el bol de vinagre, salpicándote a ti y al afortunado comensal que tengas a tu lado.

Durante los últimos diez años, Pekín ha vivido una transformación constante, pero hace dos años descubrí con ilusión que aún sigue en pie mi restaurante favorito de jiaozi, el Xian Lao Man, un local bullicioso y lleno de humo en la avenida Andigmen, muy cerca del Templo del Lama y los hutongs más antiguos de la capital.  Me lo descubrió Peter Hessler, corresponsal en The New Yorker y autor de tres libros sobre China más que recomendables, a pesar de no haber sido traducidos al español (River Town, Oracle Bones, Country Driving).  Tanto en sus libros como en sus artículos, Hessler tiene una forma de escribir cercana y amena, además de una mirada libre de prejuicios a la hora de describir la compleja sociedad china: un detalle muy significativo, teniendo en cuenta que lo que más vende hoy en día es criticar al gigante asiático.  

“En realidad, los americanos y los chinos somos muy parecidos”, me dijo Hessler, mientras nos zampábamos media docena de jiaozi rellenos de cacahuete y bok choi, una col china parecida a la acelga, de sabor más amargo, y otra media docena rellenos de berenjena y cerdo. Según Hessler, en países tan grandes como China o Estados Unidos, muchos ciudadanos creen vivir en el centro del mundo y por eso son más patrióticos y poco abiertos a conocer otras culturas. De hecho, su tercer libro, Country Driving –un “road trip” por China realizado entre 2008 y 2010–  refleja otra forma en que americanos y chinos se parecen cada vez más: en su dependencia del coche