Nos tienen cogidos por los votos y parece que dispuestos a retorcer sin piedad expectativas, esperanzas y paciencia de los votantes. En un sistema parlamentario, es a los partidos a quien corresponde negociar y pactar la formación de gobiernos estables. Admitámoslo: tenemos el Presidente más alto, más guapo y sandunguero de la democracia; hasta habla inglés. Sin embargo, partidos, política y políticos se han convertido en la segunda preocupación de los españoles según el CIS, solo por detrás del paro. Y subiendo sin cesar desde que empezó la crisis económica hace diez años: inquietaba entonces al 10% y se situaba en junio en el 32,1% (27,8 en mayo). Hasta Manuela Carmena decía recientemente que “la clase política no está a la altura de los ciudadanos, la sociedad española es mucho mejor que los políticos”. Han hecho cautivos de sus litigios al conjunto de la ciudadanía. Cada uno espera a que ceda el otro, mientras se abona el terreno para culpar al adversario si hay un adelanto electoral.

Venimos de cuarenta años de dictadura y otros tantos de “bipartidismo imperfecto”. Estamos habituados a gobiernos monocolores: UCD, PSOE y PP. En algunos casos mediante geometría variable con el apoyo de formaciones nacionalistas. Salvo en ayuntamientos y comunidades autónomas, la cultura del pacto es una de las grandes carencias de la política española. Se acabaron las mayorías absolutas: ahora tenemos un multipartidismo que obliga a negociar y consensuar mayorías sólidas que permitan gobiernos estables con una hoja de ruta detallada para la legislatura. Llevamos cuatro años de inestabilidad, fruto de la fragilidad gubernamental.

El entendimiento y la coalición son moneda corriente en nuestro entorno comunitario. Pero exigen capacidad de renuncia y cesión al adversario. El problema es que hemos vivido unas campañas electorales fundamentadas en el insulto, el descrédito y el anatema en lugar de un debate razonado. La consecuencia es el crecimiento exponencial de la desconfianza. Podemos parece a todas luces un antagonista político del PSOE, mucho más que un potencial aliado. Y Ciudadanos, al que se creía un partido bisagra, se ha convertido en el principal competidor del PP. Por su parte, Pedro Sánchez, acostumbrado ya a ganar batallas imposibles, se ha revelado como un gran aficionado a las apuestas arriesgadas o el órdago, mientras gobierna en funciones por decreto ley, prácticamente desde la moción de censura a Mariano Rajoy que le llevó a La Moncloa. Aunque por estar, están en funciones hasta el director del CNI (Centro Nacional de Inteligencia) o el presidente del Tribunal Supremo. Por no citar al defensor del pueblo de Cataluña, Rafael Ribo, cuyo mandato finalizó a primeros de marzo ¡tras llevar en el cargo desde 2004!

Ya no vale un simple acuerdo de investidura que garantice detentar el poder pero no hará más que aplazar los grandes debates, como es el de los Presupuestos. Es preciso un programa de gobierno detallado. El caso de Cataluña es tan ejemplificador como insólito de lo que supone un gobierno en crisis permanente: la inquina y lucha fratricida entre los dos socios de coalición (ERC y JxCat) se traduce en la inacción más absoluta. El martes pasado se aprobaba en Cataluña la primera y única ley en año y medio de gobierno. ¡Inaudito! Y seguimos sin Presupuestos. El caso de la Diputación de Barcelona es singularmente ilustrativo de esa mutua animadversión. Sólo falta que estallen las discrepancias entre Carles Puigdemont y Quim Torra. Al tiempo, que todo llega.

Las instituciones han perdido su ascendente sobre los ciudadanos y la confianza en ellas está seriamente dañada. La degradación de la política es consecuencia del uso abusivo del poder que, a su vez, es la base de la corrupción: Pujol, Eres, Gürtel… La democracia implica disenso y confrontación que son inviables sin aceptar a un contrario que se trata de convertir en enemigo. Es imposible recuperar la confianza sin un proyecto común y sin saber antes que se quiere hacer. En las circunstancias actuales, hasta la llamada “abstención constructiva” que se reclama de PP y Cs es una quimera, preámbulo de conflictos posteriores. Hace unos días, el presidente del PNV, Andoni Ortuzar, manifestaba que “parece que se ha empezado la casa por la chimenea, ya ni por el tejado, y por eso sale tanto humo”. Se reclaman u ofrecen sillas sin saber para qué.

Cultivar la cultura del pacto permitiría abordar y resolver grandes temas pendientes. Tal vez haya que definir antes que es el interés general, para evitar su utilización sectaria. Asuntos no faltan: desde la política fiscal hasta la energética, pasando por Europa, educación, sanidad, pensiones o, como no, el cambio climático. Sin olvidar el atolladero catalán, a falta de la sentencia del TS y sin descartar una posible inhabilitación de Quim Torra por el TSJC para acabar de arreglarlo. Lo sensato parece evitar un gobierno que salte por los aires a la primera crisis y contar con un programa claro. Si no se consigue, puede surgir la tentación de retornar al bipartidismo imperfecto, pensando que Podemos y Ciudadanos queden en modo PCE y UCD, respectivamente. En buena medida estamos en manos de José Félix Tezanos, el presidente del CIS: sus proyecciones demoscópicas pueden ser más decisivas que el interés general.