Hace un año, Xavier Salvador diseccionó con bisturí un artículo publicado en La Vanguardia, firmado por un grupo de académicos y consultores, todos amigos del exconsejero Andreu Mas-Colell, en el que lanzaban una especie de decálogo para la reconstrucción económica catalana a fin de revertir su declive, frenar el proceso de devaluación como territorio industrial, puntero en innovación, con crecientes dificultades para generar riqueza y prosperidad, etc. Salvador evidenció que las soluciones que proponían esos autores no pasaban de ser meros lugares comunes, buenas intenciones sin más concreción, y sobre todo sin un análisis previo de qué había pasado en Cataluña  en la última década para aprender de los errores. El “buenismo”, auténtico mainstream ideológico catalán que recorre de izquierda a derecha, les incapacitaba para admitir que la mediocre gestión de la economía por parte de la Generalitat soberanista era en gran medida la responsable de que nuestra comunidad hubiera entrado en una etapa de decadencia --dulce, si se quiere--, pero de declive al fin y al cabo.

Pues bien, al lado de este “buenismo” económico, de base nacionalista que es cuanto menos tibio y cobarde ante el despropósito que ha significado el procés, hay otro “buenismo” que lo complementa por la izquierda, y que ahora mismo ha logrado que como sociedad y economía nos disparemos otro tiro en el pie. Se trata de la fallida ampliación del aeropuerto, propuesta por AENA, de la que ERC se desmarcó tras haberse alcanzado un pacto entre el Govern y el Ministerio de Transportes, uniéndose a la negativa de Comunes y CUP. Ha acabado imponiéndose, si no hay sorpresa de última hora, el rechazo a partir de un discurso fundamentalista ambiental, de mirada corta y eslogan fácil (“La Ricarda, ¡no se toca!”), y con unas pretensiones de salvar al mundo de la hecatombe climática a partir de la castración de Barcelona como centro de conexiones aéreas intercontinentales. Son argumentos de brocha gorda que desprecian los enormes beneficios de esa inversión de 1.700 millones, su retorno en tres años gracias a la recaudación de impuestos aeroportuarios, sin olvidar la creación de cientos de miles de puestos de trabajo (directos e inducidos) o el positivo impacto en el PIB.

Cuando se analizan ambas objeciones, queda claro que ni juntas ni por separado son suficientes para desechar el proyecto. La laguna de La Ricarda no tiene un valor irremplazable, como jocosamente explicó el naturalista Jordi Sargatal entrevistadlo por Josep Cuní en Ser Catalunya. Además no se puede obviar que un aspecto imprescindible de la propuesta es que los espacios naturales protegidos ganarían globalmente en calidad y superficie (reemplazándose por 10 las zonas afectadas). Por tanto, la idea de una grave herida o pérdida del patrimonio natural, como con tanta vehemencia afirma Ada Colau, es falsa.

El resultado final sería una evidente mejora, que es un requisito de la Comisión Europea que no dejaría pasar para aprobar el proyecto.Y en cuanto a la segunda crítica de los que abanderan el “No”, si bien la reducción de las emisiones de CO2 es un objetivo prioritario, es injusto que sobre Barcelona recaiga toda la responsabilidad del mundo sobre los peores escenarios climáticos, mientras nadie discute, tampoco Unidas Podemos ni la ministra Yolanda Díaz, la ampliación con idéntico propósito de Barajas.  Aquí hay un doble rasero. Nadie duda de que la humanidad se enfrenta a un desafío enorme para lograr que la temperatura media de la Tierra no supere en poco tiempo los 1,5º. Pero esta preocupación debería llevarnos a sacar otro tipo se conclusiones y consecuencias como, por ejemplo, que la mejor aliada para este tiempo de transición enérgica hacia los combustibles renovables es la nuclear, disparatadamente denostada desde la década de los 80. Se ha convertido en tema tabú, expulsado del debate político y mediático, aunque mucha gente cuando lo piensa dos veces está de acuerdo en que hay que revisar un rechazo cultural de época. Por último, en cuanto a las emisiones, no se puede obviar el progreso tecnológico que ha llevado a reducir el consumo de queroseno en el transporte aéreo en los últimos años, y en la posibilidad real de que a medio plazo se alimenten con hidrógeno.

El domingo pasado se celebró en Barcelona la manifestación de los que no querían el proyecto, aunque la protesta ahora fue preventiva, por si acaso se retomase más adelante. Ada Colau no asistió tras haberse apuntado un buen tanto político, pero el lunes sirvió en una entrevista en El Periódico su ración de populismo, al acusar a AENA de no querer un hub intercontinental para atraer talento y empresas, sino de alimentar un proyecto inmobiliario y perseguir la llegada de 20 millones más de turistas. Es evidente que la alcaldesa, por ignorancia o mala fe, ha acabado confundiendo el proyecto de hub intercontinental con la creación, como se anunciaba anteayer, de una ciudad logística en las inmediaciones del aeropuerto que no afecta a las áreas protegidas. Es lamentable que la primera edil de la capital catalana confunda lo segundo con lo primero y recurra a argumentos que solo una sociedad crecida durante tantos años bajo el azote del buenismo deja pasar sin exigirle que aporte más datos de su grave acusación.