El defensor de Puigdemont, Jaume Alonso-Cuevillas, dice así: “España será intervenida en 2020 por su incapacidad de hacer frente a su deuda externa” (¿Quieres decir?). Entonces, otros Estados miembros exigirán “la parte catalana de esta deuda”, y así aparecerá “la ventana de oportunidad” (¿lo qué?); será el “momento de la independencia” (¡Ah!). Y caperucita le dijo al lobo vestido de abuelita: "¿Para qué son esos dientes tan largos...?"

Es el Armagedón pastoril o, si se quiere, la versión más pastueña del desenlace del procés, al que el letrado le añade un perfume a vainilla para disimular el olor a pólvora. Lo que yo no sabía es que Cuevillas quería emular a Lord Byron en su lucha contra el colonialismo otomano, pero a la española. Solo nos queda por saber a qué secta pertenece el abogado: a los Testigos de Jehová, a los Adventistas del Séptimo Día o a los mormones. Se supone que el cielo posterior al Armagedón es la Cataluña independiente, la polis liberada, y se presupone que quienes la sigan pertenecerán al mundo celestial republicano. Y los demás seremos condenados, junto a las jóvenes Sofía Loren y Brigite Bardot, felices de pertenecer a la secta adolescente y satánica de con faldas y a lo loco. No me extraña que este pavo defienda a Puigdemont: parece que ambos están preparando un remake de la extraña pareja (Jack Lemmon y Walter  Matthau) en su nido de Waterloo.

El sueño erótico de Puigdemont es hacer de Conde Montecristo. Ser un reo imaginario en un penal perdido de ultramar, “donde pintará en la pared de la celda un barco para escaparse con él”, tumbado en una hamaca de cubierta, siguiendo la idea desbaratada y dulce del prisionero descrito por Mauricio Wiesenthal en su Luna de Octubre. El Puigdemont más lampedusiano gusta de situarse en el Ressorgimento italiano, el momento en el que Garibaldi desembarcó en Marsala para comenzar la unificación de Italia, solo que él sustituiría el puerto transalpino por las ruinas de Empúries. Imagino que, en la mansión belga costeada por la burguesía roja, abundan los pasos perdidos y las estancias vacías con puertas que no conducen a ninguna parte, como las que exploraron Angélica (Claudia Cardinale) y Tancredi (Alain Delón) en El Gatopardo de Visconti. En aquel mundo de nadie, Cuevillas disecciona su opción de presentarse, no a un concurso de novela fantástica con su Armagedón, sino a las elecciones europeas de mayo. Él no se descarta: "Si mi perfil encaja con las listas, estoy disponible para hacerlo", por el PDECat o JxCat, siglas que están a punto de ser extinguidas tras el desastre que anuncian los sondeos de cara al 28 de abril. Remarca que no se ha ofrecido (si la mentira fuese tiña), pero admite  que "se ha hablado" de su nombre y señala que ya ha puesto "sobre la mesa" su disponibilidad al expresidente Carles Puigdemont. Y añade: "no tengo ningún inconveniente en presentarme a unas primarias”. Vamos, que les hace un favor.

Cuevillas nos anuncia una especie de hundimiento colectivo sembrado en los intersticios de la UE. Los visillos al viento del palacio del príncipe de Salina se parecen a las medio luces de la familia Krup, expresada en el celuloide en otra cinta de Visconti, La caída de los dioses, en la que el heredero Martin (Dirk Bogarde) y el hijo pródigo, convertido en SS (Helmut Berger), observan desde lejos la noche del incendio del Reichtag, como desentraña Josep Canals en Constelación del paisaje (Anagrama). El letrado catalán augura un panorama nefasto, como el 155 permanente con el que nos amenazan Casado y Rivera; sin olvidar, claro, que el 155 es una forma recentralizada de gobierno administrativo, frente al desgobierno indepe actual. Otros han tratado de insuflar en el difícil panorama catalán la posibilidad del aplicar el 116 de la misma Constitución, reservado para los estados de “alarma, excepción y sitio”, lo que no tiene nada que ver con la llamada coacción federal resumida en el 155, a imagen y semejanza del modelo alemán. El Gobierno, del color que sea, no puede aplicar el 155 sin recurrir al Senado, como bien sabemos todos, ni tampoco podría hacerlo con el temible 116, que exige el permiso del Congreso.

Uno se pregunta a cuál peor. Pero conviene recordar, a buenas claro, que hoy por hoy no tenemos Generalitat ni Parlament. La Administración autonómica reina por su ausencia, por mucho que Pere Aragonés nos quiera endilgar los Presupuestos de la Generalitat, al término de un esfuerzo contable (¿es una broma no?), y por más que el mismo vicepresidente, en el papel de bueno, reciba a los del Mobile World Congress, en perfecto inglés. Todos sabemos que mientras el Rey inauguraba la gran muestra, Torra y Colau estaban escondidos en la despensa, seguramente cogidos de la mano, pero sin jugar a médicos. Después salieron silbando y, como aquel que no quiere la cosa, se reincorporaron a sus respectivas legaciones. ¡Bochorno hermenéutico!