Desde el año 1000 y hasta los inicios de la época contemporánea, los reyes franceses e ingleses se diferenciaban de sus vecinos por su capacidad por curar escrófulas. Así, una vez al año se presentaban ante una multitud de súbditos con los ganglios linfáticos ulcerados y ejercían de médicos milagrosos, tocaban una a una esas adenitis tuberculosas con la promesa de que iban a ser curados. No era ninguna frivolidad sino una firme convicción. Otro ejemplo entre muchos de esa magia regia fue cómo se quiso resolver una disputa territorial en el siglo XIV entre el monarca inglés, Eduardo III, y el “verdadero rey de Francia”, Felipe de Valois. El primero buscó como aliado a la neutral Venecia, y cuando su embajador se presentó ante los gobernantes de la Serenísima expuso con seriedad un argumento irrebatible: si Felipe de Valois era el verdadero rey francés, como pretendía en sus reivindicaciones territoriales, que lo demostrase exponiéndose a ser devorado por leones hambrientos. No era un farol ni una fantasía legendaria. En aquellos siglos la invulnerabilidad de los reyes ante esos poderosos felinos era una verdad positiva que nadie cuestionaba.

Es sabido que una parte muy significativa de la sustancia del nacionalismo hunde sus raíces en la “gloriosa” época medieval. Esa herencia, debidamente manipulada, les ha dotado de una suerte de protección mágica ante cualquier represión del malvado Estat espanyol. Los últimos presidentes de la Generalitat han protagonizado con demasiada frecuencia versiones renovadas de este peculiar mundo de ideas y creencias en que se ha convertido el nacionalcatalanismo y su misión divina, por la gracia de la Nación. La imagen de Artur Mas en su última campaña levantado los brazos como Moisés con las tablas reveladas fue el reencuentro entre la sacralidad medieval y el Procés. El caudillaje de Puigdemont con sus apariciones en grandes pantallas, en medio de mítines y demás proyecciones televisivas, como si fuera el Espíritu Santo reencarnado en un Mesías libertador, es otra versión de estas conexiones entre el universo mágico y el independentismo. Torra, en sus delirantes discursos, negaba la separación de poderes e invocaba “els drets conquerits per generacions i generacions de catalans”, mientras aseguraba que “el balcó de la Generalitat era més que un balcó”. En su imaginario taumatúrgico, tras la balaustrada hay un altar donde él ha sido martirizado; un sacrificio que, además, ha hecho con mucho gusto, si nos atenemos a la increíble pensión vitalicia que le ha quedado. El cepillo del monaguillo.

Pese a que el Procés ha desacreditado la reputación de la Generalitat hasta dejarla a la altura del betún, los líderes independentistas siguen otorgando un aura de sacralidad a esta institución, con gestos y voces que rayan en el ridículo y que, en el mejor de los casos, evocan la referida sacralidad medieval. La imagen de un Torra, sonriente pero inhabilitado, colocando la medalla y ungiendo al nuevo presidente, resume a la perfección de dónde venimos y adónde vamos. La casta independentista siempre se ha considerado tocada por la gracia nacional y como tal actúa. Aragonès Garcia (I de la Casa charnega Pineda-Palomares) ha cometido en sus primeros discursos los mismos errores o, si se prefiere, ha insistido en los mismos principios con los que sus antecesores llevan años construyendo la entelequia metafísica y sagrada de una Catalunya gran i lliure. La diferencia entre el anterior presidente --con sus sueños húmedos de exterminar bestias castellanohablantes con forma humana-- y el nuevo, es que este último ha dulcificado su hispanofobia por la vía de recuperar principios de su nacionalcatolicismo familiar y de la vieja taumaturgia medieval. El objetivo final no es otro que, dirigidos por el Gran Pequeño Timonel, alcanzar la Felicísima República Catalana. Un milagro que sólo el independentismo puede prometer desde su convicción de ser un pueblo escogido que camina inevitablemente hacia la liberación. La tregua ha terminado. Más incienso y que continúe el espectáculo.