No he leído el libro de la señora Ponsatí, pero por los extractos publicados en la prensa, y por sus propios comentarios, me hago una idea. Antes de exponerla, permítaseme recapitular --sólo por el placer de recordar-- algunos aspectos de esta historia tan singular a la que hemos asistido.

Aunque de cara al exterior los miembros del Govern de la Generalitat aparentasen una audacia y una determinación insobornables, en los meses previos a la declaración de independencia respiraban un aire viciado, y la impresión de estar dirigiéndose a un callejón sin salida.

Sabían que en realidad, salvo sobornar a la prensa de Barcelona, durante todos aquellos años no habían preparado nada para el día después de la solemne Declaración; nada para implementar la flamante república, ni para resistir a la previsible reacción.

Nada, salvo hablar en sus televisiones y sus radios. Eso sí: les encantaba hablar, pronunciar discursos, proferir desafiantes amenazas, hacer declaraciones a la salida de las excitadas reuniones, y animarse dándose grandes abrazos y baños de multitudes... Pero trabajar, no.

También reinaba entre ellos la desconfianza: se observaban  de reojo, temiendo, unos y otros, quedarse atrás y que el socio les robase la merienda.

El moderado optimismo de los conjurados, su esperanza de salir adelante con el farol y llevarse la banca, residía en la idea a priori de que el enemigo --España, o, por usar su jerga, “el Estado español”-- era inoperante: estaba atado de pies y manos por el dogma de la democracia, por la difusa repugnancia social a la violencia fratricida y por la mirada fiscalizadora de Europa.

Además, los gestores del Estado eran más bien tontos: al presidente del Gobierno, por ejemplo, le telefoneaba un cómico de la radio imitando la voz de Mas, o de Puigdemont, y se tragaba la trola y contestaba, ingenuo y complaciente, que disponía de tiempo para encontrarse con él, tenía la agenda despejada, cuando quisiera le recibiría encantado en la Moncloa... ¡Grandes carcajadas en los estudios de Catalunya Ràdio!

Por su parte Junqueras se mostraba afectuoso y tranquilizador con la vicepresidenta Soraya Sáez de Santamaría, le posaba sobre el hombro una mano paternal, la engañó perfectamente sobre sus intenciones. Con todo esto estaba la mitad del camino hecho.

En fin, aquella gente da en sus escritos la impresión de una manada de lemmings precipitándose a la carrera hacia el acantilado, sufriendo episodios de vértigo pero sin dejar de hablar por los codos, de fanfarronear y de vigilar a los colegas, a ver quién se queda descolgado y quién se adelanta.

Lo único que nos faltaba por saber era que Junqueras --aunque algo intuíamos en sus súbitos, extraños silencios de los días postreros, en su taciturna y aparentemente modesta manera de quedarse en segunda fila--, tenía miedo. Eso dice la señora Ponsatí: que estaba asustado y escurría el bulto. Que a las reuniones decisivas procuraba no ir. Si no tenía más remedio que ir, no decía nada. Procuraba quedarse en casa, alegando que se encontraba enfermo.

Vale, señora Ponsatí... Sí, es verdad: Junqueras estaba asustado. Tenía miedo. Pero en su defensa se puede alegar que él, por lo menos, se quedó a esperar a pie firme las consecuencias de sus actos. Y que ha pagado sus errores con la cárcel.

Mientras que usted... ¿qué hacía? Huir a Escocia, a Flandes. ¡Salir a escape, sálvese quien pueda, como la rata del barco que se hunde!

No se lo podemos reprochar, cada no tiene que preservar su libertad como sea. Pero... dar lecciones al camarada caído en desgracia... ¿no es feo?