Llevo un año dando muy pocos abrazos. Y las pocas veces que los he dado (con la mascarilla puesta y aguantando la respiración) ha sido para corresponder al atrevimiento de otra persona.

Nunca he sido una persona de tocar ni de dar abrazos. Como muchos de mis amigos catalanes, tengo la sensación de sentirme ridícula cuando estoy siendo cariñosa con alguien o recibo una muestra de afecto que implique contacto físico.

Con la pandemia, la cosa se ha puesto peor: si antes me reprimía, ahora ni siquiera se me pasa por la cabeza tocar o dar abrazos. Como mucho, una palmadita en el hombro, que es covid-free. Hace poco, sin embargo, me dejé llevar por un impulso y me despedí de un amigo acariciándole la barriga.  “¿Pero qué estoy haciendo?”, pensé mientras mi mano seguía apegada a su barriga. Intuí que había sido una especie de acto reflejo asociado a mi anhelo inconsciente de contacto físico.

Y es que estar falto de abrazos no es ninguna broma. “La privación del contacto físico puede llevar a problemas de salud, como ansiedad y estrés”, advertía esta semana en The New York Times Tiffany Field, directora y fundadora del Touch Research Institute (TRI), un centro vinculado a la facultad de Medicina de la universidad de Miami que se dedica exclusivamente a estudiar el contacto físico y su aplicación en el terreno de la ciencia y la medicina.

Field  publicó en 2001 un libro llamado Touch, en el que ya alertaba de que la sociedad americana estaba “peligrosamente” falta de contacto físicoY ahora, después de tantos meses de confinamiento, la situación ha empeorado mucho. Según Field, cada vez son más las personas que sufren skin hunger (Hambre de piel), un fenómeno neurológico asociado a la necesidad biológica del ser humano de tener contacto físico. Esta es la razón por la que se intenta que los neonatos ingresados en cuidados intensivos pasen el mayor tiempo posible sobre el pecho desnudo de sus madres, o por la que los presos en aislamiento total anhelan el contacto humano tanto o más que la libertad.

En otro artículo de la revista Wired, Field explica que el contacto físico estimula los sensores de presión bajo nuestra piel, y éstos envían mensajes al nervio vago, un nervio que conecta el cerebro a muchos órganos importantes del cuerpo, incluidos los intestinos, el corazón y los pulmones. Al aumentar la actividad del nervio vago, el sistema nervioso se relaja, disminuyen el ritmo cardíaco y la presión sanguina, y el cerebro se relaja. Todo junto consigue rebajar las hormonas del estrés, como el cortisol, y estimular la generación de oxitocina, hormona que también se genera al tener relaciones sexuales o al nacer un bebé, con el fin de facilitar la unión entre cuerpos. En conclusión, dejarse tocar y abrazar ayuda a los humanos a sentirse más calmados, felices y sanos.

Por lo general, no soy una persona ansiosa, pero admito que el confinamiento y la falta de contacto físico me han afectado un poco. Así que la semana pasada, después de leer los comentarios de la doctora Field, decidí reactivar mi nervio vago yendo a la consulta de una terapeuta que practica reflexología podal holística en una masía perdida por el bosque. “Es como ir a la casa de una bruja, te pasa un péndulo por encima del cuerpo y luego te hace un masaje en los pies. Yo salí de allí muy calmada” , me explicó la amiga que me la recomendó. Sabe que a mí me encanta probar este tipo de terapias, aunque sea solo para vivir la experiencia y contarla luego.

La verdad es que no creo mucho en esto de los péndulos y la energía de los chakras (una vez me dijeron que tenía chapapote en el séptimo chakra, el de la cabeza), pero siempre va bien desfogarse y llorar un poco delante de una desconocida. Ésta última me hizo tumbar en una camilla, suspendió el péndulo encima de mí y me diagnosticó un caos fenomenal en el cuarto chakra, el del corazón.

Después me ordenó que cerrase los ojos porque iba a intentar poner un poco de orden. Estuvo un rato pasando sus manos por encima de mi cuerpo y después empezó a masajearme los pies con bastanta intensidad. Fue bastante agradable, excepto cuando me tocaba el dedo pequeño del pie izquierdo, que me hacía un daño de narices. A saber con qué estará conectado.

Salí de su casa muy relajada. Pero al llegar al coche me encontré una araña gigante enganchada al parabrisas que por poco me mata del susto.