Marcel (Puigdemont) mantiene una relación secreta –no erótica, sino política– con Albertine (Míriam Nogueras), liberada del estereotipo de mujer fatal, gracias al bloqueo a la que la somete su amante.
La mirada bipolar de Marcel le permite comprender que solo el interés de los otros por Albertine define su interés por ella. Los celos son el lamentable motor del deseo. Su aislamiento lo arruina moralmente; y cuando ella se evapora en su memoria se da cuenta de que la posesión roza la frontera de la muerte.
Pero hay otra mujer en la vida de Marcel; esta vez se trata de Françoise (Laura Borràs), cuya monótona complicidad él considera asegurada. La falsa confesión de un amigo –siempre hay un Yago dispuesto a sembrar la duda– convierte a Françoise en una viuda mundana al alcance de todos. Las tornas cambian.
Sin advertirlo, Marcel sufre con ambas la misma enfermedad. Desea su inmovilidad, su renuncia que, en el caso de un partido político de cuadros explícitamente ventilados, significa la derrota imposible de dos bellas mujeres de mente acelerada.
Marcel se mece en la espera del buen burgués, verbigracia, cuando aparece una tercera dama, Aurora Madaula, que aprovecha una derivada andorrana (la imaginaria Balbec de Proust) para armar un nuevo lío en Junts, con el subconsciente situado en mitos del gran drama clásico, como Salomé o Cleopatra.
Junts está partido por la mitad: los de dentro, bajo el paraguas del secretario general, Jordi Turull, con un ojo puesto siempre en Waterloo; y los descartados, detrás de Borràs, inhabilitada y tras haber perdido el hilo del pacto de investidura con Sánchez. Por momentos, Cataluña pierde peso, en el seno del problema territorial español, destinado a opacar la exigencia del soberanismo a base de federalismo igualitario.
El PP, la serpiente emplumada de la diversidad hispana, impone mociones de censura al PSOE en todos los ayuntamientos del país, tras el relevo de la derecha en el Ayuntamiento de Pamplona. El alcalde de la capital navarra ya es Joseba Asiron, militante de Bildu, catedrático de Estética (nada en común con Otegi) y mascarón de proa de la superación del pasado de ETA, en Navarra y Euskadi. La reacción de Feijóo es la de un líder amortizado, a quien Ayuso le dice a la oreja: “Por supuesto que nunca debes ir a la Moncloa si te cita Sánchez”.
Junts es una sopa jardinera servida en cazo de alabastro. La guerra interna le es inherente: liberales, socialdemócratas, democristianos, derecha dura, izquierda infantil, todo; con la inesperada Aurora Madaula, antes afín a Laura Borràs, apoyada por aquel círculo hoy superado de Quim Torra –el expresident no es militante de Junts–, de los Jaume Alonso-Cuevillas o Francesc de Dalmases.
Puigdemont, que mantiene desde hace tiempo una distante relación personal con Laura Borràs, es quien le dio el tiro de gracia. Su acuerdo para investir a Pedro Sánchez contradijo absolutamente a los antagonistas del pacto, la puntilla a la que se agarraba la todavía presidenta del partido. El grueso de la formación apuesta por Turull, el medio camino, a la espera de que la amnistía cubra a Puigdemont y de que este pueda volver como visitante aclamado al Parlament de la Ciutadella.
En este espacio relativamente templado pueden hacer de colchón los exmilitantes de Convergència Xavier Trias, David Saldoni o Josep Rull, y a ellos habrá que añadir el grupo de camaradas que anhela una vuelta a la normalidad nacionalista, la revisitación de la gobernabilidad. Es el momento de reconocer la imposibilidad de caminar hacia la secesión; de salvar el voto mineral de Convergència, que sobrevive dentro de Junts, y frenar la caída del partido con unas expectativas electorales muy mermadas, pese a la apariencia de poder en la investidura. Hacerse notar no es lo mismo que hacerse querer. El álgebra de los comicios solo es un medio; el fin depende ahora de un discurso político que ya no levanta expectativas, lejos del frentismo.
La calle castiga. No entiende que el fracaso de la secesión haya acabado por desesperar a los que un día fueron fieles al vertiginoso procés; son los mismos que quieren volver al gradualismo, envidiando el manejo de ERC desde la misma orilla del río. Los armadores de la descomposición del espacio de centro actúan frente a Nogueras y Borràs, como aquellos “hombres necios que acusáis a la mujer sin razón...”, de Sor Juana Inés, la literata novohispana en la cumbre del barroco. Míriam sobrevuela con rostro agrio y Laura vive en el despecho; se reconocen, se quieren, pero no se sufren.
En cuanto se sometió a las consecuencias legales de su delito, la rama oportunista de Junts trató a Borràs como la impía mujer que asombra y se baja del tren en la penúltima estación. Ya en el andén, ella exclama ante un pequeño bastión de fieles: “¡Yo soy la herida y el cuchillo!”, es una mujer enamorada de sus remordimientos, una Carmen malquerida en la cita de Baudelaire, extraída por Elisenda Julibert en Hombres fatales (Acantilado).
De regreso a Balbec, la inventada ciudad balneario sin impuestos, las dos damas ficcionadas, Albertine y Françoise, expresan el pasado; Madaula es un presente estrecho. En Junts no hay futuro; solo transcurren los placeres y los días.