Llevamos tiempo hablando del cambio climático, sus efectos y repercusiones sobre el planeta llamado tierra, lugar donde habitamos. A este debate le hemos añadido el concepto crisis. Cierta y real.

Hemos de trabajar para reducir de forma rápida y drástica las emisiones de gases contaminantes que enviamos a la atmósfera. Tenemos abiertos muchos debates sobre cómo lograr llegar a cero emisiones negativas para la mitad de este siglo.

Si se me permite empezaría a hablar de cambio energético. Llevamos unos 250 años con un modelo de producción y desarrollo social y económico basado en el uso de determinadas energías que nos ha permitido avanzar más que en toda época precedente. El carbón y el petróleo han sido los principales pilares de esta transformación. Su accesibilidad, sus capacidades de transporte y sus costes por unidad los han convertido en elementos centrales de la humanidad.

El acceso a estas fuentes de energía ha permitido tener mejores infraestructuras de salud, educación, e incrementar la esperanza de vida desde 1800 hasta la actualidad. Los datos son rotundos. 

Sin embargo, estos avances mediante estas fuentes de energía tienen su contrapunto. Generan, con su utilización, unas emisiones a la atmósfera que provocan efectos no previstos, no conocidos, en el inicio de su uso intensivo en nuestro planeta. El debate sobre lo que hay que hacer ya está en la calle. Las posturas de los extremos se retroalimentan. Para unos el debate es falso, no existe; para otros, hay que ir a un modelo económico basado en el decrecimiento. Ante estas disyuntivas creo que deberíamos avanzar hacia un realismo optimista, basado en la conciencia social e individual y la transferencia de tecnología. Tal vez sean instrumentos escasos, pero no tenemos muchas más opciones.

Cierto es que los modelos de producción actuales se tienen que regenerar. Al fabricar cemento, acero o plástico generamos el 31% de los gases de efecto invernadero; con el consumo de electricidad, el 27% de gases; con los cultivos y la cría de animales, el 19%; las distintas formas de movilidad (aviones, camiones, barcos, coches), el 16%; con calefacciones y refrigeración, el 7%. La mayoría de las actividades humanas generan gases contaminantes. Las empresas que viven de los combustibles fósiles tienen unas rentabilidades menores por los incrementos de costes. Invertir más para obtener menos y de peor calidad.

Podemos aceptar parcialmente las tesis de la adaptación al cambio, pero seamos honestos, no es creíble ni suficiente. Las tesis negacionistas son empírica y científicamente peligrosas, y falsas, y las tesis del decrecimiento que se impulsan desde determinados colectivos europeos generan una gran irritación en muchos grupos, empresas y entidades en diversas zonas del mundo. Europa dando clases de cómo hay que comportarse cuando hemos sido mayoritariamente, junto a EEUU, los responsables de las dificultades presentes. Las preguntas que surgen a continuación: ¿generar pánico para qué?, ¿generar consumos innecesarios? China, India, Nigeria, Brasil, por poner algunos ejemplos, quieren crecer y conseguir sus escuelas, hospitales, trenes y carreteras, como las que tenemos nosotros. El reto no es dejar de hacer, es conseguir que los procesos de producción para fabricar, para crear los materiales que utilizamos en nuestra vida cotidiana generen cero emisiones. El reto no pasa por parar, lo hemos vivido durante la pandemia. El desafío es avanzar, acelerar en la trasformación, en la transferencia tecnológica del mundo del conocimiento al mundo de la oferta. En la mayoría de los procesos de producción antes citados existen soluciones técnicas posibles. En los costes radica la dificultad, la barrera de entrada de determinadas soluciones. Desarrollar políticas fiscales de estímulo es más útil que las de penalizar.

Hemos de incentivar la cultura de la innovación y reaprovechamiento. Deberíamos tener una política energética de acuerdo con las necesidades actuales de Europa.