Más que el Gobierno, Pedro Sánchez ha remodelado el PSOE, pensando en las elecciones municipales y autonómicas de 2023. Para el partido, es decisivo el gobierno local y regional, su base de poder fundamental. Después de un tiempo ninguneando a Ferraz, sede oficial, es de suponer que algo o alguien lo ha iluminado y ha entendido que sin organización no hay musculatura electoral. Tanto cambio súbito parece más una barbacoa ministerial que un reajuste gubernamental. Es como si se estuviera entonando coralmente aquello de ¡Se acabó la diversión, llegó el comandante y mando parar! de Carlos Puebla. ¡Que se lo pregunten a algunos! Tampoco hace falta dar muchos nombres: Calvo, Ábalos, Redondo... Todo ello, además, en medio de una quinta ola de la epidemia que provoca cierta angustia general y ha puesto patas arriba las pretensiones de recuperación de la temporada turística en, al menos, este mes de julio.
Ahora, todo queda para septiembre, para después de la Diada, que se diría en Cataluña. Por encima del municipalismo apuntado desde diversos sitios, la apuesta es por una renovación que permita encarar las transformaciones necesarias con gente más joven, un cambio generacional, personas discretas, trabajadoras, con experiencia de cercanía a los ciudadanos y espíritu militante, de partido, que implica discreción y dedicación. Una nueva generación que encare un nuevo cambio de corte socialdemócrata como el que se produjo en los años ochenta con Felipe González al mando. Basta recordar aquellas vallas publicitarias que poblaron los rincones de España con las ayudas de los fondos FEDER. Ahora será el tiempo de los Next Generation procedentes también de la UE para superar los efectos de la pandemia y encarar la recuperación económica. En definitiva, un esfuerzo denodado para hacer frente a los tiempos que vienen y preparar el Congreso Federal del PSOE en Valencia el próximo mes de octubre. También un aviso para algunos barones territoriales del partido.
La evidencia de que la remodelación gubernamental afecte exclusivamente a los socialistas es en sí misma una evidencia de la debilidad. Tocar a los socios de Podemos era o es un riesgo para una coalición frágil: imposible tocar a nadie a pesar de las inutilidades vistas, con su ausencia de competencias, tanto profesionales como administrativas o competenciales. Ya no se trata solamente de la salida de tono de Alberto Garzón con el consumo de carne y la desabrida respuesta del Presidente loando el chuletón al punto. Entre otras cosas porque el tema está presente incluso en la agenda 2050 presentada no hace tanto a bombo y platillo. Pese a que no se toque a nadie como Manuel Castells, capaz de escribir hace unos días sobre “productividad”, siendo él persona lejana del estajanovismo, la impresión es que los podemitas, excepción hecha de la vicepresidenta Yolanda Díaz, han quedado reducidos a cenizas. Tampoco sería de extrañar que aparezcan voces en su seno hablando de “oportunidad perdida” para proceder a alguna renovación.
Con agosto de por medio, tiempo tendremos de ver como se reflejan los cambios ministeriales, tras esta parrillada de ministros, achicharrados en las brasas de la renovación. No sé hasta qué punto merece la pena desgranar los cambios: doctores tiene la Santa Iglesia y veremos comentarios de todo tipo. Ahora bien, más allá de la nueva transformación económica del país, resulta evidente la necesidad de poner orden en cierto desbarajuste territorial, asignatura pendiente desde hace años. Un asunto que pasa evidentemente por Cataluña, en donde los inquilinos de la Generalitat continúan erre que erre con la matraca del referéndum de autodeterminación. El cambio ministerial de Miquel Iceta no resulta baladí: lo de Cultura le pega más, lo de Deportes parece una ironía, pero es una forma de apartarle del quehacer cotidiano de Cataluña. Su defensa recalcitrante de los indultos ha sido tan obsesiva como entusiasta. Ha acabado así en el “rincón de pensar”, un lugar adecuado para abstenerse de hablar más de lo mismo para dejar contentos a los soberanistas. Quedando fuera de la mesa de diálogo, habrá que ver que piensa y como encara las reuniones la puertollanense, Isabel Rodriguez, aunque es obvio que no irá por libre.
Hay demasiadas cosas pendientes por abordar en este momento. Tampoco sabemos ahora cuál será la reacción de los independentistas y poco importa si finalmente Carles Puigdemont se nacionaliza belga o letón. Lo de este fin de semana pasado puede ser un simple aperitivo. Habrá que ver incluso hasta qué punto los cambios contribuyen a intentar establecer puentes y un clima de diálogo con la oposición, orillando el estilo bronco de la desaparecida vicepresidenta primera, Carmen Calvo. Y a ver cómo reacciona esa oposición que recuerda a aquello de los tiempos de José María Aznar de ¡Váyase, señor González! en un Congreso que cada semana es un desbarajuste, incapaz de ofrecer alternativa alguna.
Un apunte final: esperemos que, dada la precariedad parlamentaria del Gobierno, Barcelona no sea una moneda de cambio con ERC. El futuro de los comunes, con su ambigüedad frente al independentismo, no parece precisamente halagüeño. Pero la hipótesis de un intercambio de sillones con los republicanos pone los pelos como escarpias. El futuro de la ciudad, su salvación requiere que el independentismo quede al margen de cualquier reflexión o debate sobre ella y de las intenciones del equipo de gobierno municipal de, entre otras cosas, encerrarnos en una especie falansterios, al modo Charles Fourier, que ahora llaman superilles, en lugar de las clásicas manzanas del Eixample de Ildefonso Cerdá.