Si alguien pensó que la derrota electoral de Trump marcaría el inicio de un declive del populismo en el mundo, puede ir abandonando esa ilusión. Las causas objetivas que explican la eclosión de semejante fenómeno a nivel mundial siguen muy presentes en la crisis de la globalización neoliberal. Una crisis que los impactos económicos y geopolíticos de la pandemia no dejarán de agravar. Las democracias liberales y los sistemas de representación política se degradan a ojos vista, incapaces de contener la desafección ciudadana y la zozobra de las clases medias. Está a la orden del día la invocación del pueblo, cuya voluntad tendría legitimidad para desbordar los marcos jurídicos establecidos de la convivencia democrática… y cuyo mandato es encarnado e interpretado por 'un líder incontestable'. Basta con observar los acontecimientos de las últimas semanas en España para constatar hasta qué punto esas dinámicas se manifiestan con fuerza en nuestra política nacional. Diríase que el populismo tiene copado el puente aéreo entre Madrid y Barcelona.

Populismo castizo al compás de un chotis en la Puerta del Sol, inflamación nacionalista con trabuco y barretina en el Parque de la Ciudadela. Laura Borràs, recién elegida presidenta del Parlament de Catalunya con la temblorosa aquiescencia de ERC y la abstención franciscana de la CUP, se estrena en el cargo declarando que ningún tribunal podrá coartar la soberanía irrestricta del pueblo, ni ninguna ley constreñirá sus anhelos. 'El pueblo contra la democracia'. Y, pasando de las musas al teatro, Borràs pretende modificar de entrada el reglamento de la cámara para evitar ser apartada de su cargo, como establece la actual normativa, en caso de iniciarse juicio oral contra ella --algo que sucederá tarde o temprano como resultado de la causa abierta en el Supremo por su gestión al frente de la Institució de les Lletres Catalanes, donde supuestamente habría procedido a la adjudicación irregular de contratos.

No sería de extrañar que las tribulaciones judiciales originadas por un vulgar asunto de corrupción se convirtiesen en todo un agravio nacional. Sentimentalismo en vena, apelación constante a revolverse contra un enemigo exterior --España-- causante de todos los males, desprecio por las normas democráticas, voluntad de confrontación institucional… E invocación de una nación irreal que sólo existe en la ensoñación supremacista de las clases acomodadas. No en vano Laura Borràs fue en su día promotora del Manifiesto Koiné, que tildaba a la emigración castellanoparlante de “colonos lingüísticos del franquismo”. Y no en vano su partido, JxCat, arrasa electoralmente en los barrios, urbanizaciones y localidades donde se concentran las rentas más altas y que tienden a segregarse del resto del país, dibujando una suerte de “territorio amish” de la derecha nacionalista, como decía en un reciente comentario el profesor Francesc Trillas. El populismo sigue atenazando la vida política catalana.

Pero los guionistas del “procés” se han visto estos días emulados por sus homólogos de la capital del reino. La reacción de la presidenta Díaz Ayuso, convocando elecciones anticipadas tras el anuncio de la --finalmente frustrada-- moción de censura en Murcia, contiene todos los ingredientes de la receta trumpista: arrogancia desmedida, descalificación de cualquier adversario político, tensión de los procedimientos reglados… y, por encima de todo, establecimiento del marco mental en el que se librará la contienda electoral: no habrá lugar para balances críticos acerca de la gestión del gobierno de la comunidad. Se tratará, proclama Ayuso, de un choque entre "socialismo" --devenido "comunismo" tras la irrupción de Pablo Iglesias-- y "libertad".

Madrid resplandeciente frente a Caracas empobrecida y en llamas. Madrid, donde se respira una libertad de la que no goza el resto de España. Trump tuvo como asesor a Steve Bannon. Díaz Ayuso tiene a Miguel Ángel Rodríguez. Todo está fríamente, por no decir cínicamente, pensado. El exabrupto y la provocación devienen constantes, polarizan el debate, lo crispan, delimitan el terreno de juego, expulsando de él cualquier atisbo de racionalidad y abriendo las puertas a la emotividad más primaria: "Cuando te tratan de fascista sabes que estás en el buen lado de la historia". Vox va a tener que esforzarse mucho para tratar de superar eso. Hay en la comunidad de Madrid un amplio sustrato de clases acomodadas y medias conservadoras --e incluso de sectores populares sensibles a un discurso regionalista--, beneficiario de la fuerza centrípeta de la capitalidad y fuertemente sedimentado tras largos años de gobierno del PP. A él apela Ayuso con su exaltado patriotismo provincial. Como un eco al irredentismo catalán --y no menos disgregador que éste--, he aquí el secesionismo madrileño.

En ese marco de múltiples tensiones, la decisión de Pablo Iglesias de concurrir a los comicios autonómicos tiene numerosas implicaciones. Decisión audaz, sin duda, muy propia de la personalidad de Iglesias, que se siente más a gusto en una trepidante campaña electoral que en la comprometida gestión de un gobierno de coalición del que probablemente tenía ya ganas de salir. Y es que, más allá de la fascinación que algunos comentaristas como Enric Juliana puedan sentir por el fulgor y la estética heroica de tales jugadas, esa entrada en escena quizás plantee más problemas que soluciones para la izquierda madrileña.

Parece indiscutible que la irrupción del líder de Podemos supondrá un balón de oxígeno para su alicaída formación, garantizando --según indican las primeras estimaciones-- que rebasaría con creces el fatídico corte del 5% de los sufragios, necesario para obtener representación. Eso supondría una excelente noticia, no sólo para el partido morado, sino para el conjunto de la izquierda, evitando que se perdieran votos. Pero si la presencia de Iglesias va a motivar sin duda a sus seguidores, es evidente que su enfoque de la contienda difícilmente puede rebasar esa frontera y, aún menos, unificar y movilizar al conjunto de la izquierda. Mas Madrid y el PSOE quieren hablar de sus programas, quieren contraponer sus alternativas de gobierno a la desastrosa y clasista gestión del ejecutivo de las derechas. Entrar en liza bajo la bandera del “no pasarán” y “Madrid será la tumba del fascismo” reviste ciertamente connotaciones épicas. Pero los términos de esa confrontación han sido marcados por Ayuso, para quien resulta vital evacuar el debate político, la discusión de las políticas fiscales, de la gestión sanitaria, de las desigualdades sociales en la comunidad, de la segregación escolar, de las prioridades industriales, de los desequilibrios en el territorio… En el choque de populismos, la derecha tiene todas las de ganar.

En esa lid, la izquierda, más allá de posibles éxitos parciales y esporádicos, se incapacita para vertebrar a la población trabajadora en torno a un programa de medidas efectivas que mejoren sus condiciones de vida. Es decir, se incapacita para formar cuadros, para tejer vínculos sólidos con su gente, para construir una fuerza social con la que poder gobernar. La derecha, por el contrario, cuando recurre al populismo con los poderosos medios de que dispone, logra enmascarar la naturaleza de clase de su poder.

Aún es pronto para saber lo que nos depararán en las próximas semanas las elecciones madrileñas y los sobresaltos de la política catalana. En cualquier caso, cuanto antes se aleje la izquierda de unos métodos populistas que tan mal sustentan a sus propósitos estratégicos, mejor será para la democracia.