La tiranía es el gobierno de una sola persona que tiene como único fin su propio interés personal. Según Aristóteles, los tiranos son fundamentalmente demagogos que se han ganado el favor del pueblo a base de calumniar a los notables. La tiranía, añade quien fuera el tutor de Alejandro Magno, sería el peor régimen político; mezcla de los vicios de la oligarquía y la demagogia. Como oligarquía se entiende un sistema en el que el poder está en manos de un grupo reducido de personas unidas en torno a intereses económicos y políticos. La demagogia es una forma de acción política basada en la fabricación y magnificación de conflictos inexistentes, o de escasa relevancia, para engañar a la ciudadanía con concesiones y promesas que nunca se van a realizar.
En nuestra pequeña reserva de ADN carolingio tenemos un modelo político oligárquico y gran abundancia de demagogia. Vivimos, además, en un interregno estéril desde que hace más de tres otoños quebrara el sistema político dejándonos flotando en una realidad paralela. Atravesamos desarmados el terrible infierno de una pandemia mundial en la que los muertos se cuentan por decenas de miles. Sin Govern, sin president --con un puñado de presidents inhabilitados o huidos y varios más en proyecto de sumarse a este club-- han llegado finalmente unas elecciones que debían haberse celebrado hace ya meses. Pero el Ejecutivo que las convoca decide desconvocarlas, aunque en realidad no las había convocado, sino que cayeron de forma automática al no encontrar a nadie para ocupar alguno de los despachos sellados del Palau de la Generalitat. Si Donald Trump hubiera sido catalán se habría ahorrado muchos disgustos y seguiría sentado en su trono.
De ser consecuentes, nuestros oligarcas deberían ser abiertamente trumpistas y proclamar su verdad sin vergüenza, como hacía el ya expresidente norteamericano. Deberían decir que lo hacen por el poder, por conservar un poder que públicamente desmerecen, pero gozan privadamente. Que lo hacen para conservar sus cargos, seguir extrayendo fondos públicos y repartiéndose prebendas y dinero. Sin el poder, desaparecerían, porque esta tercera ola de selección negativa --todo lo que puede empeorar, empeora, y mucho-- ya no sabe hacer nada. Si tuvieran que buscar un empleo no lo encontrarían y si, por casualidad, alguien los contratara, no tardaría ni una semana en despedirlos por incompetentes.
Cuando desconvocaron las elecciones --porque no las aplazaron-- dijeron que lo hacían por la salud de los catalanes, aunque muchos sospecharon que era porque las encuestas ya no les eran favorables. La candidatura del ministro Illa, ese señor socialista con gafas y pinta inofensiva --además de filósofo, ¡que ya vale!--, cuya labor al frente del ministerio de Sanidad sin ser deleznable tampoco supera el aprobado raso, ha puesto de los nervios a los oligarcas. Pero este sería un argumento demasiado simple para el guion de esta patética tragicomedia envuelta en lazos amarillos. Parece que tampoco es el famoso “efecto Illa” lo que les preocupa, sino que lo que realmente estaría detrás de este intento de desconvocar las elecciones formaría parte de la estrategia de las dos partes de la galaxia indepe sobre cómo clavarse el puñal más profundamente el uno al otro.
En esta tesitura, y dando por descontado que no van a dejar la silla ni hartos de vino, ganen o pierdan, sea como sea, lo más probable es que, retomando a Aristóteles, el destino de esta reserva de ADN carolingio sea caer en la tiranía. El problema es que nos falta un tirano. ¿Bolivariano, al estilo de Putin, modelo norcoreano? No tenemos nada parecido a este nivel. Se admiten sugerencias para tirano catalán.