No sé si la iniciativa de Francisco Igea, vicepresidente de la Junta de Castilla y León, va a alguna parte. Pero, en cualquier caso, ya tardaba el sector crítico de Ciudadanos en hacerse oír de manera contundente. Cuando Albert Rivera renunció públicamente a la socialdemocracia, en aras de un supuesto liberalismo tras el que se ocultaba --y no muy bien-- un giro definitivo hacia la derecha, firmó la sentencia de muerte del partido tal y como lo habíamos conocido los que apoyamos su matriz catalana, Ciutadans, en sus orígenes, cuando lo inspiraba Francesc de Carreras --que se despidió de Rivera, como todos sabemos, desde una columna de El País que habría hecho pensar a alguien menos sobrado que el destinatario-- y era un partido socialdemócrata apoyado básicamente por gente hastiada de votar al PSC para que pusiera a disposición de los nacionalistas su habitual síndrome de Estocolmo.
Siempre se ha hablado de las dos almas del PSC, pero Ciudadanos también las tuvo: por un lado, los socialdemócratas escorados a la izquierda y, por otro, sobre todo a partir de la expansión nacional del partido --Rivera se fugó a Madrid, obedeciendo a su obsesión de ser califa en el lugar del califa, como diría el Gran Visir Iznogud, antes de apuntalar la faena, ya no digo rematarla--, los derechistas que no habían podido medrar en el PP y que eran tan nacionalistas como sus supuestos adversarios. Solo que habían elegido la nación grande frente a la pequeña.
La deriva reaccionaria de Rivera tiró a la basura diez años de trabajo y redujo al partido a la irrelevancia en la que ahora se halla sumido. La ambición de Rivera, además de contraproducente, resultó equivocada: en el centro izquierda había sitio para unos Ciudadanos socialdemócratas, pero no lo había para otro partido de derechas, ideología con un notorio overbooking desde el nacimiento de Vox. Convertir un partido antinacionalista catalán de centro izquierda en un partido nacionalista español de derechas es la cruz con la que va a tener que cargar Rivera durante lo que le quede de vida política, si es que le queda algo. Y es también la cruz de quienes confiamos tiempo atrás en un partido que plantaba cara a los indepes desde el progresismo y no desde la carcundia corrupta, como el PP.
Ciudadanos está hecho unos zorros y nadie sabe muy bien qué función cumple. Tras la larga purga de rojos, al llamado sector crítico parece que se le han inflado las narices y yo diría que tiene algunas posibilidades de salirse con la suya. Aunque solo sea para sobrevivir en el mapa político español, donde no ejerce los cometidos para los que nació: ser un partido bisagra que permita a los grandes prescindir de los nacionalistas y constituir una alternativa razonable al PSOE dentro del centro izquierda.
Con Inés Arrimadas al frente, la cosa pinta muy mal, ya que la robótica jefa de Ciudadanos persiste en la actitud equivocada de su antecesor y, en Cataluña, demostró no saber qué hacer con una victoria electoral en las autonómicas. Nada sé del señor Igea, pero creo que lo único que puede salvar al partido es un regreso a los orígenes, al centro izquierda, a esa socialdemocracia de la que Rivera no quería saber nada, al combate contra el nacionalismo catalán sin incurrir en el nacionalismo español.
Eso es lo que desean algunos amigos que aún no se han ido (ni han sido purgados) de Ciudadanos y lo que yo, como votante huérfano, también anhelo. Algo habría que hacer para evitar que Manuel Valls, que es el único político (medio) español que me representa, tenga que volver a empezar por el principio. Y si se impone la línea Arrimadas, que es la de la contumacia en el error, que os zurzan, chavales.