La puñalada que Ciudadanos ha asestado a Manuel Valls, decidida el lunes unilateralmente por Albert Rivera, es la consumación de una política disparatada y absurda que va mucho más allá de Barcelona. El problema no es la “forma de obrar” del ex primer ministro, argumento esgrimido por el aparato de Cs para justificar el golpe autoritario de su líder. La discrepancia sobre la reelección de Ada Colau era perfectamente administrable entre ambos, incluso tenía sentido político que los votos prestados hubieran sido los mínimos necesarios para la ocasión. Únicamente tres para permitir alcanzar los 21 de la mayoría absoluta e impedir así que Ernest Maragall fuera alcalde, mientras la otra mitad del grupo Valls/Cs se abstenía. Frente al independentismo, se optaba por el mal menor sin entusiasmo ni entregar más que los apoyos imprescindibles puesto que no había pacto alguno. La diferencia de criterio podía haberse convertido en una oportunidad para Cs, empezando a modular un discurso muy rígido y escorado a la derecha. Así pues, el problema no era ese y la prueba es que, antes del lunes, tanto Inés Arrimadas como Carlos Carrizosa descartaron en sus declaraciones claramente esa posibilidad.
La cuestión es que Rivera está empeñado en ver España en blanco y negro, en hacer realidad su profecía sobre Pedro Sánchez y el PSOE, empujándole a pactar con Podemos y los separatistas, cuando ahora mismo tenía a su alcance un escenario inmejorable para un partido teóricamente de centro. Es incomprensible que pudiendo sumar mayoría absoluta con los socialistas, convirtiéndose en el árbitro de la nueva legislatura no quiera serlo y opte por el cuanto peor, mejor. Cuesta entender ese empecinamiento cuando la política es el arte de lo posible. El problema es que Rivera se niega a reconocer que su estrategia de relevar al PP ha fracasado en las urnas y que los resultados en las municipales y europeas fueron flojos tirando a malos. Antes que aceptar su error y rectificar se aferra a un código absurdo, a esa vieja fórmula hidalga de “sostenella y no enmendalla”. En el fondo, teme se ponga en duda su liderazgo porque hizo una apuesta maximalista por liderar la derecha y echar a Sánchez. Por eso ahora todo lo que cuestione esa estrategia y empuje a rectificarla le resulta insoportable. Lo ve en términos de amenaza de su liderazgo.
Valls cosechó el sábado en el Consell de Cent un enorme éxito, recibiendo grandes elogios por su talla política y sentido de Estado. Hizo un brillante discurso en el que explicó las razones de su apoyo circunstancial a Colau, sin olvidar los peligros que afronta Europa tanto por parte de la extrema derecha como de los populismos de todo tipo, e hizo una defensa de la triple dimensión catalana, española y europea de Barcelona. Finalmente, dirigió unas palabras directas al exconsejero y concejal electo Joaquim Forn a favor de la Constitución y la justicia española ante el griterío de “llibertat presos polítics” de parte del público. Posiblemente, el protagonismo del ex primer ministro acabó siendo indigerible para el ego de “adolescente caprichoso”, como lo ha calificado Francesc de Carreras, en el que se ha convertido Rivera. Vio en el francocatalán a un rival potencial y decidió cortar amarras antes de que la herejía pudiera extenderse dentro de Cs. La ruptura con Valls es un aviso a los críticos internos (Luis Garicano o Toni Roldán) sobre el futuro que les espera si se atreven a cuestionar las decisiones del líder supremo.