Diez años, diez, con sus días y sus noches, ha tardado la justicia ordinaria en dictaminar que el ilustre catedrático Santiago Romero Granados, exdecano de la Facultad de Educación de la Universidad de Sevilla, cometió --ya podemos obviar la presunción-- un delito de abusos sexuales contra tres profesoras de su departamento, de cuyo criterio personal dependían para hacer carrera académica. La noticia ha provocado un escándalo social de ámbito nacional al trascender de los foros estrictamente universitarios, donde los largos silencios acostumbran a decir más de la condición humana que las clases magistrales pronunciadas ex cathedra.

La luz del sol es el mejor desinfectante que existe. La publicidad del caso ha levantado sin embargo el telón del teatro: en el escenario vemos hora una farsa hipócrita donde unos siguen de perfil, otros se apuntan medallas inmerecidas y las víctimas, tras los abusos, tienen que soportar las palmaditas en la espalda de quienes debieron protegerlas y prefirieron no hacerlo. Para entender el episodio es necesario resaltar un dato esencial: el condenado era miembro de pleno derecho del consejo del gobierno y del selecto claustro de la Hispalense, un cuerpo electoral cerrado que, igual que en los pagos del Vaticano, elige en comandita al rector magnífico, que es lo más parecido a un papa laico que existe.

Esta condición de académico singular, más que la presunción de inocencia, es la única razón que puede dar sentido a que el rectorado de la Universidad de Sevilla aprobase en 2011, ya con conocimiento del caso, una licencia para que el académico condenado a siete años de prisión disfrutara del famoso sabático, por supuesto sin dejar de percibir el 80% de su sueldo. O que posteriormente volviera a dar clases. De hecho, va a seguir cobrando del erario público hasta que el fallo judicial sea firme. Los dirigentes académicos sevillanos, que hace unos días pidieron perdón por su tibieza --naturalmente sin coste alguno--, fueron reacios a llevar hasta el final lo que era de su estricta competencia: una investigación interna. La ley de la omertá pesó más que la ética. Los favores mutuos se impusieron a la dignidad de los birretes.

La cuestión sólo tiene que ver en parte con que las víctimas sean mujeres y el condenado un hombre. El verdadero trasfondo es peor: las obscenas relaciones de poder entre desiguales

La universidad se justifica asegurando que dio un tratamiento "simétrico" al condenado y a las víctimas y notificó los hechos a la Fiscalía, obviando que tal acción no implica nada: simplemente traslada a otra instancia una responsabilidad que, además de penal, desde el primer día era disciplinaria. Pilatos también fue simétrico con Jesucristo: se lavó las manos. Las pruebas eran concluyentes: el juez considera que la institución universitaria es responsable subsidiaria y debe pagar --con el dinero de los contribuyentes-- 110.000 euros de indemnización a las víctimas. Los actos de contrición de los académicos nos salen carísimos.

Hay quien quiere darle al caso una interpretación en clave de género. La cuestión sólo tiene que ver en parte con que las víctimas sean mujeres y el condenado un hombre. El verdadero trasfondo es peor: las obscenas relaciones de poder entre desiguales. En la vida conviene no pedir ni deber favores a nadie. Es una gesta difícil porque todo el mundo exige el pago de algún peaje. Sumado al caso de los plagios del rector de la Rey Juan Carlos, Fernando Suárez, la condena del catedrático Romero Granados vuelve a mostrarnos cómo las covachas académicas se enrocan en defensa de sus privilegios feudales. En la universidad, donde sólo deberían contar los méritos objetivos, todavía sigue vigente el adagio latino: Do ut des.

No es un problema exclusivo de la academia. Se trata de una epidemia. Vivimos en un país donde las instituciones se gobiernan como mayorazgos. Desde las altas magistraturas al más modesto despacho, demasiados cargos públicos dejan de servir (a los demás) para servirse de sus privilegios legales. Hasta el punto de querer ejercer el derecho de pernada. También ocurre en política, donde la tradición de los siervos de la gleba sorprendentemente sobrevive al tiempo y al espacio, perpetuándose y haciéndonos regresar, cada cierto tiempo, al infame mundo medieval de los cardenales libidinosos. Así es la España de 2017.