Woody Allen, que en sus comienzos era muy masoca y se deleitaba leyendo a Sigmund Freud --un aguafiestas y un plasta de mucho cuidado--, nos machacó en muchas de sus películas clásicas con la brasa de que en este mundo de cafres y zulúes todo (y todo es todo) es un problema sexual mal resuelto. A mí la afirmación siempre me hacía reír, aunque reconozco que nunca me puse seriamente a analizar el asunto a fondo. Pero curiosamente, y no me pregunten el porqué, este 11S, Diada Nacional del 47% de catalanes refunfuñones, la afirmación me vino al recuerdo mientras zampaba palomitas durante la retransmisión televisiva de la manifestación de la Diagonal.

Tranquilos, amigos, que no les narraré los actos del 11S, porque a estas alturas ya se lo han contado cien veces y desde todos los ángulos. Esa fiesta, que es su rollo, su psicosis y obsesión, es siempre lo mismo. A pesar de que varíen de un año a otro el eslogan de la convocatoria --“¡Ya llega, ya está aquí, hazla tuya, impleméntala, gózala!”--, y cambien los colores y la línea gráfica de camisetas, bolsitas, abanicos y pegatinas (porque aquí la pasta a recaudar es lo que importa de verdad), lo cierto es que todos los once de septiembre son una mera fotocopia del anterior, capaces de aburrir hasta a las moscas.

Por lo tanto la Diada fue como es siempre, es decir: estruendo, alharaca y vocinglera; con cientos de autocares tirados por todas partes; con todas las divisiones blindadas de la República --camufladas astutamente como tractores, para que España no sospeche de nuestro enorme arsenal bélico-- en impecable estado de revista; con abueletes felices que quieren morir en una tierra bendecida por la Moreneta; con los mal lavados de Arran; las niñas con la cara pintada; las pijas con el iPhone en la mano, colgadas de las redes sociales; las clásicas pachamamas de pelo canoso y bombachos y los niños de corta edad, a los que hay que ir educando en el odio ancestral. Eso y un interminable etcétera de seres superiores imposible de relacionar. Una marabunta sudorosa, ordenada por tramos, enarbolando pancartas, carteles y estrelladas.

Como cada año esperaron, con el corazón atenazado, el momento supremo, irrepetible, único, que marca el segundero del reloj a las 17.14 horas, para estallar de júbilo, para sumirse en un orgasmo colectivo, frenético y pagano, en una explosión de placer, éxtasis y dolor --Orwell lo tildaría de "sacudida ascoplacer"-- que rememora el momento histórico, inolvidable, en el que según ellos España les atizó por la retaguardia, al estilo adamado, en la Guerra de Secesión. Sí, han leído bien, he escrito secesión. Si a ellos les gusta así, pues que les den. Tomad secesión, que discutir con tontos es de tontos.

Un polvo así, un revolcón tan monumental, no se olvida nunca. La primera vez, señoras y señores, es siempre la primera vez. La prima volta. Todos hemos disfrutado de una primera vez, pero como aquella de 1714, jamás. De ahí que 304 años después aún experimenten orgasmos múltiples al recordarla y esperen la celebración de la efeméride con absoluta ansiedad.

Y es que este año la conmemoración del histórico polvo español a traición (es decir, por el lado innoble), les ha llevado a escalonar aullidos y gemidos de placer por tramos. Empezaron los del fondo --tramo final, número 4.960--, y el alarido de lujuria comunal recorrió el río humano hasta alcanzar la cabecera de la manifestación dos o tres minutos más tarde. Visto desde el aire, a vista de dron, parecía una sacudida en forma de ola, con flujo y reflujo. En la infinidad de vídeos colgados por los asistentes en la red, los rostros y comentarios son antológicos --“¡Ya viene, Joan, ya llega; por Dios, aguanta, que aún no toca!”--. Los expertos han calculado que el orgasmo tribal duró no menos de siete minutos, y que luego se fueron calmando todos, exhaustos, extenuados, excepto alguno de la CUP, aquejado de priapismo, que no sabía cómo volver a la normalidad. Gracias a un equipo de sanitarios, y a una bolsa de hielo, se sintió mejor y dio las gracias, jadeante, emocionado, a la amada-odiada meretriz, a la “puta España”, por tan sublime experiencia.

Pasado el frenesí, ellas se arreglaron el pelo, espejito en mano, y se retocaron el maquillaje, y ellos la camisa. Y como eran un millón, o dos, o más --ni se sabe--, encendieron a continuación un millón de cigarrillos, o dos, o más. Porque el pitillo, o el porro, tras una orgía colectiva tan monumental, es de rigor y relaja mucho. Luego cogieron sus tractores, coches, trenes, motos, patinetes y bicicletas y se fueron, flotando a dos palmos del suelo, camino de casa, saciados, felices, satisfechos por seguir siendo españoles...

Porque ninguna otra nacionalidad jode tanto y tan bien, y brinda tanto placer sexual a lo largo de los siglos como España.