Dylan y el algoritmo de la canción moderna
El poeta norteamericano y Premio Nobel de Literatura publica su tercer libro como autor: una guía para navegar por los motivos e influencias del infinito universo de la gran música estadounidense
25 noviembre, 2022 21:00“¿Qué nos lleva a pensar, cuando una canción entra en modo narrativo, que de pronto el cantante nos está contando la verdad”. La música popular es la epopeya –prosaica– de la vida vulgar, que es el rasgo esencial de la época moderna, antítesis (humanizada) del mundo de héroes, mitos y leyendas de los antiguos y de las profecías, misterios, inciensos y salmos de los oscuros tiempos de la Edad Media. Las canciones son –o al menos lo fueron hasta hace no demasiado tiempo– nuestros romances: poemas fragmentarios desgajados de la épica de arte mayor, y para algunos la prueba de nuestra decadencia, que recogen motivos e historias transmitidas oralmente. Narraciones sobre lo que un día fuimos. Crónicas de lo que todavía somos.
Los filólogos estudian los romances como arqueología verbal: monumentos derrumbados de un edificio mucho mayor, esquirlas de una forma de decir y cantar anhelos e impotencias. Los expertos, igual que Nabokov con las mariposas, los clasifican en colecciones venerables, pero distan de estar muertos. En su interior aún palpita la chispa que los hizo nacer: el fuego de una celada, la ira de una traición, la pérdida de cualquier Alhama, un amor perdido, una idealización destrozada por la realidad. Acaso no pase demasiado tiempo para que quienes nacimos con el mundo moderno veamos cómo las canciones que explican nuestra vida se convierten en extraños objetos de museo. Progresiones de acordes desconocidos y anacrónicos. Composiciones complejas gracias a su simplicidad. Melodías disonantes.
En un tiempo virtual en el que la música, tras haber sido desacralizada, se ha convertido en una comodity, no hay mayor ejercicio de rebeldía que desafiar la dictadura del algoritmo y mostrar la fecundidad de la tradición cultural, en lugar de hacer tábula rasa con el pasado. Y esto es lo que hace Bob Dylan en su tercer libro como autor. El poeta norteamericano, sin duda el mejor escritor de canciones de los últimos ochenta años, Premio Nobel de Literatura, acaba de publicar una extraordinaria guía-ensayo para conducirse por el infinito universo de la gran música norteamericana (con algunas licencias británicas, alemanas e italianas).
Filosofía de la canción moderna (Anagrama), que llegará a las librerías españolas el último día de noviembre en una excelente edición fuera de colección, como corresponde a un libro singular e irrepetible, es un viaje por el tiempo y el espacio donde Dylan traza un canon temprano de la música popular, ese arte sine nobilitate sin el cual algunos no existiríamos ni seríamos lo que (todavía maltrechos) somos. Se trata, por supuesto, de un canzoniere. A la manera de Petrarca, al que el músico ya hacía referencia (sin nombrarlo) en Tangled up in blue –“Then she opened up a book of poems / And handed it to me / Written by an Italian poet / From the thirteenth century / And every one of them words rang true”– Dylan recoge la versión de las músicas que, a su juicio, encarnan el mundo desaparecido del que procede, la estirpe (perdida) que explica el zeitgesist de un tiempo hermoso y extinguido.
Esto es lo que recibe el lector, junto a ciento cincuenta fotos e ilustraciones que acompañan los más de sesenta ensayos dedicados a intérpretes, compositores y artistas seleccionados por el músico de Minnesota, cuando abre las 340 páginas del volumen, que Anagrama presenta como un libro ilustrado, bello en la forma y profundo en su fondo. Por supuesto, Dylan no explica nada de todo esto en ninguna parte. Fiel a su costumbre, igual que los presbíteros anteriores al Concilio Vaticano II, que cantaban la misa en latín y de espaldas a los devotos, prescinde de prólogo y de epílogo. Comienza in media res con la primera canción y no nos suelta hasta la última. Su concierto de música con palabras se conjura sin dejarnos respirar ni un segundo.
El efecto es prodigioso: ante el lector se disemina una antología (periférica) de estilos, discos, grabaciones, personajes, creadores y arquetipos que quiebran todas las expectativas –just to fuck, como dice el propio músico cuando le reprochan que nunca toque igual sus canciones– y amplían el significado de su propia obra. “Una de las maneras en que funciona la creatividad es que el cerebro trata de rellenar huecos y lagunas. Completamos pedazos de imágenes ausentes, fragmentos de diálogos, terminamos rimas e inventamos historias para explicar cosas que desconocemos”, escribe Dylan, animando a los lectores a hacer justamente eso mismo. El músico no explica por qué escoge estas canciones –y no otras– ni presume de la inmensa erudición que le ha permitido tejer esta fecundísima red natural de influencias.
Quien haya seguido sus pasos durante la última década entenderá sin problemas el cierre del círculo. En 2006, Dylan se estrenaba como locutor de un programa semanal de radio por satélite –Theme Time Radio Hour– donde establecía analogías inesperadas entre músicas y canciones a partir de un motivo temático. El show, hecho a la manera de la radio clásica de los años cuarenta y cincuenta, era un homenaje secreto a su propia infancia. Recibía peticiones de oyentes (ficticios) que respondía con su acento del Iron Range, leía poemas, extractaba diálogos de anuncios y películas antiguas y comentaba a fondo las canciones.
De ese magna, hecho de las memorias de su primera juventud en el Norte de Estados Unidos, salieron sus cinco discos dedicados a reinventar los grandes standards del Great American Songbook –Shadows in the Night, Fallen Angels y Triplicate– y germina esta Filosofía de la canción moderna, que es un acto de vindicación del poder de la música profana, capaz de expresar de forma infalible verdaderas vivencias universales y de hablar de la existencia con la misma profundidad que un poema inmortal. Algo así como la antítesis de la industria musical digital, donde cualquier canción es como un caramelo que no sabe a nada.
Más de cien programas, grabados en el autobús que lleva al músico de Minnesota en sus giras interminables, accesibles gratuitamente en internet, dan cuenta del conocimiento, el criterio y la trascendencia que tuvo el género canción para Dylan mucho antes de convertirse en el Homero del folk o el Shakespeare del rock. Cuando todavía respondía a su auténtico nombre, Robert Zimmerman, se educó oyendo los programas de radio de la posguerra, donde los pinchadiscos mezclaban todos los estilos. Aún no había álbums, sino singles. Cada canción contaba una historia distinta, como las novelas y los folletines del siglo XIX.
De esta escena, perdida ya en el curso del tiempo, habría que saltar a otra para entender el sentido de este libro. Casi veinte años después, el 16 de Junio de 1965, Dylan grababa Like a Rolling Stone, “la mejor canción que he escrito jamás”. Una obra maestra. Un poema de odio y rencor escupido “como un vómito de lava ardiente”. Veinte páginas de texto incendiadas por una progresión de acordes sin freno. La mejor canción de todos los tiempos.
Fue entonces cuando Dylan, que había deslumbrado al mundo como el último músico de la honorable tradición folk, mezclando la poesía de Rimbaud con la herencia oral de los viejos pioneros norteamericanos, saltando desde el código de los juglares de feria y carromato y la primitiva canción de protesta al surrealismo, descubrió que su verdadero destino era ser un escritor de canciones. “Nunca había escrito nada como esto antes y, de repente, me di cuenta de que eso era lo que tenía que hacer… después de escribirla, ya no estaba interesado en crear una novela o una obra. Tenía bastante, solo quería escribir canciones”.
El músico norteamericano sintió que trasformando desde dentro un género popular, concebido para contar historias en unos pocos minutos, con una lírica sencilla y directa, sin misterios, pero con una inmensa capacidad de sugerencia, la canción podía ser un vehículo tan poderoso –o incluso más– que el mejor libro, que en su caso es On the Road, la novela de Jack Kerouac, que marcó a su generación. Ambos instantes –la adolescencia anónima al otro lado de un transistor que le descubría otros mundos, y el deslumbramiento del arte mayor (en un odre menor) delimitan la operación que este ensayo cultural viene a culminar: la defensa del arte plenamente auténtico, crudo y expresivo frente a los artificios con fines exclusivamente comerciales o las pretensiones morales de la música doctrinal.
También es una suerte de desvelamiento: Dylan, unánimemente reconocido como un letrista sin igual, eterno poeta con guitarra, autor de un libro no entendido –Tarántula– y memorialista de sí mismo –como demostró en Crónicas– muestra su dominio del arte musical en las glosas de este anacrónico cancionero, donde esboza su poética, previene sobre las rimas fáciles, describe los acordes afortunados, diferencia entre la voz de un barítono y de un contratenor o bucea en el trasfondo que hace surgir la genialidad justamente allí donde no se espera. Selecciona géneros norteamericanos –blues, rock & roll primitivo, rockabilly, rythm & blues, country, folk o bluegrass– y los hace dialogar con la música de orquesta, la potencia del soul negro, el terciopelo de la canción melódica, la new age británica o el pop airado.
Dylan elige música cantada inglés, a excepción de una versión de Kurt Weill y de la finezza del Volare de Domenico Modugno. Su canon incluye a un Elvis Presley inesperado –Honey Money y Viva Las Vegas– y a Johnny Cash, pero (aquí, al menos) no a The Beatles, The Rolling Stones, Chuck Berry, Robert Johnson, Sinatra o Woody Guthrie (aunque habla de los dos últimos). Del sello Sun Records elige temas de Carl Perkins, Jimmy Wages y Sonny Burgess; de la cosecha de la casa Chess, a Little Walker y su magnífica Key to the Highway; grupos como The Eagles o Grateful Dead aparecen con temas alejados de las listas de éxitos y sus referentes –Hank Williams o Roy Orbison– cantan composiciones que fueron caras B.
El músico norteamericano no pretende reiterar en lo evidente, sino mostrar la originalidad escondida de los realmente grandes, sean triunfadores o fracasados. Pete Seeger y Judy Garland conviven dentro de esta galaxia musical con The Drifters y su Saturday Night at the Movies, los Allman Brothers, el London Calling de The Clash, el underground de The Fugs, la elegancia jazzy de Mose Allison o Nina Simone, el swing de Dean Martin, la picardia de Elvis Costello y la rotundidad orquestal de Perry Como. Los ensayos inciden en el elemento narrativo de las canciones –desamor, fábulas de forajidos, separaciones, desdichas, ruinas, conquistas, lamentos, todas las variaciones posibles de la experiencia humana– y explican su génesis, su capacidad metafórica, su doble sentido –como ocurre con el Tutti Frutti de Little Richard–, la peripecia personal de autores e intérpretes o su excepcionalidad musical.
Dylan se muestra como un oyente sin prejuicios, desinhibido. No teme a la dictadura de lo políticamente correcto: “El arte es discrepancia y el dinero un pacto. El arte prospera gracias a la discrepancia. Por eso no puede existir una forma nacional de arte. Si intentamos conseguir una, veremos las asperezas que se liman, el esfuerzo por incorporar todas las opiniones, el deseo de no ofender. Rápidamente todo pasa a ser propaganda o mercantilismo puro y duro. Y la única razón por la que el dinero vale algo es porque así lo hemos acordado”. Filosofía de la canción moderna es un cuadro de su universo cultural, una clave para entender su música. Un homenaje a sus raíces sentimentales más íntimas. No lo enuncia, pero en su selección laten instantes de su biografía, como la decisión de cambiar de nombre –disimulada bajo la máscara de Johnny Paycheck– o la evocación idealizada (y falsa) de un hogar que dejó de existir salvo en el recuerdo, motivo de Detroit City, de Bobby Bare.
El libro, dedicado a Doc Pomus, un cantante de blues consumido por la polio, encierra en sus páginas el perfume agrio de Fat City, la gran película de John Huston, y la sensibilidad aristocrática de Novalis. “Todo es material de primera” –como dice Dylan de Take Me From This Garden of Evil, de Jimmy Wages– “y no está en los mapas”. Tiene también el aroma de un sueño crepuscular –“todos despotricamos de la generación anterior, pero de algún modo sabemos que es cuestión de tiempo que nos convirtamos en ellos”– como corresponde a un músico mayúsculo, sabio e irónico de ochenta años, que reflexiona sobre la humanidad a partir de la sugestión de unas canciones que quizás no cuenten toda la verdad, pero no dejan de ser auténticas. “Lo importante de una canción es lo que te hace sentir de tu propia vida”. La capacidad de llevarte a otra dimensión donde tu cuerpo y tu alma puedan sanar. “El mágico acorde rasgueado con la cuerda al aire”. El poder de la música de la esquina.