Música
Dylan, los años oscuros
El músico regresa a la carretera tras cumplir los ochenta, fabular con su inmortalidad en ‘Shadow Kingdom’ y resucitar un ‘bootleg’ sobre su difícil lustro de incertidumbres
8 octubre, 2021 00:10“Sólo soy un tipo que canta y baila”. La frase provocó una inmensa carcajada colectiva en la enorme sala de prensa. San Francisco, invierno de 1965. Bob Dylan, que apenas un año antes había dicho adiós, sin drama ni nostalgia, a la tradición folk gracias a la cual dominaba el prodigioso arte de escribir canciones y había compuesto una música nueva y, al tiempo, antigua que le condujo rápidamente a los altares de una cofradía de devotos, que proyectaban sobre su figura los sueños de toda una generación sin sospechar que aquel nuevo Rimbaud era un inteligentísimo farsante, estaba entonces en la cima de su carrera como artista.
Ese año había publicado dos de los míticos discos de su trilogía mercurial –Bringing It All Back Home y Highway 61– y estaba componiendo las canciones de Blonde on Blonde, su Summa Theologica, que grabaría en Nashville meses después. La fortuna le sonreía, la crítica le elogiaba, los intelectuales lo imitaban, las mujeres le adoraban –él también a ellas– y el mundo, desde reyes a mendigos, lo consideraba –especialmente una parte de la izquierda– un profeta infalible. Él, sin embargo, jugaba a no darse demasiada importancia y se burlaba en público de su leyenda, que todavía no se había convertido ni en flor ni en castigo.
La autoflagelación tardaría en llegar –exactamente dos años– y el desengaño parecía remoto. Pero sus seguidores adoraban a alguien que no existía, salvo en su imaginación y, quizás, encima del escenario, donde cada uno es libre de situar sus sueños y anhelos. Se trata de un viejo motivo mítico: el héroe de una epopeya debe caer desde lo más alto –en este caso, el éxito planetario en la década de los grandes cambios políticos y culturales– para que se produzca la catarsis de la restitución. La armonía exige previamente un desequilibrio crítico.
Dylan anunció hace días que vuelve a la carretera con una gira que se dilatará por lo menos hasta 2024, siempre que la biología lo permita. El músico norteamericano, con ochenta años recién cumplidos, sesenta haciendo discos y conciertos, dio su último show en el Beacon Theatre de Nueva York el 6 de diciembre de 2019, justo antes del Apocalipsis de la pandemia. Tres meses después, en pleno encierro, colgó en internet, sin anunciarlo, Murder Most Foul, una sobria elegía de 17 minutos con instrumentos de cuerdas y un hipnótico piano ambiental sobre las sombras de los años sesenta inspirada en el asesinato de John F. Kennedy en Dallas. Era el adelanto de su último disco de estudio: Rough & Rowdy Ways.
Desde entonces, silencio: nadie sabía dónde paraba ni lo que hacía, salvo que las horas de su reloj vital iban esfumándose sin posibilidad cierta de volver a verlo actuar. Su decisión, no confesada pero evidente, de morir con las botas puestas, a la manera de los viejos músicos ambulantes de blues, parecía haberse frustrado por el virus. Nunca se sabe, pero parece obvio que no le quedan demasiados años de ruta, salvo que sea cierta esa leyenda que sostiene que vendió su alma al diablo a cambio de una inaudita longevidad, porque la inmortalidad la conquistó décadas antes. Si nada se tuerce, el 2 de noviembre, en el Riverside Theatre de Milwaukee, el judío errante regresa con la gira interminable, alfa y omega de su existencia.
De momento tiene programados más de una veintena de conciertos por Estados Unidos hasta finales de año. Lo hace tras fabular con el fantasma de la posteridad en un concierto, retransmitido en internet para una audiencia premium, donde volvía a su cancionero clásico para adaptarlo a su sensibilidad actual, que es la crepuscular. Shadow Kingdom, una grabación que no se publicará en disco, aunque circule ya entre los coleccionistas como material pirata, muestra a un Dylan que parece estar cantando desde el Otro Lado, después de haber cruzado la Laguna Estigia. Son sonidos salidos de un Parnaso sombrío en blanco y negro y esencialmente acústico, ma non troppo. El poeta de los sesenta se ha transformado en un Homero con laureles de Nobel que se resiste al retiro porque –como dicta la filosofía beat– cree que la carretera no termina hasta que el sendero se estrecha y desaparece por completo.
Su reaparición el próximo día de los difuntos parece la demostración de que el universo, de momento, vuelve a girar y que, cuando se detenga la noria, nos quedará la historia. Con material extraído del baúl de la memoria –polvo de estrellas, arena de oro, registros de magnesio– Dylan ha reanimado, coincidiendo con su regreso, algunos instantes de su pretérito, que a su vez es también el nuestro, a comienzos de los años ochenta. Una colección de canciones, ensayos, soberbios descartes y capriccios bautizada como Springtime in New York (1980-85), la entrega decimosexta de sus Bootlegs Series. El periodo más oscuro de su carrera; acaso el más caótico. En esa época el mundo estaba de nuevo cambiando, pero en una dirección radicalmente opuesta al sentido del viento que soplaba en los años sesenta.
Dylan rondaba en esa hora la cuarentena y parecía haber perdido la inspiración. La ola conservadora –Reagan gobernaba América; Thatcher, el Reino Unido– marcaba la agenda política. La industria musical vivía una mutación que transforma lo sublime en mercancía, convirtiendo el arte en consumo. Son los años del nacimiento del disco compacto (CD), la fundación de la MTV, las radio-fórmulas y los video-clips. En lo anímico, el aire estaba inflamado por una violencia extraña que, en lugar de originarse por una resistencia ante las nuevas ideas, pretendía sustituir a los dioses de la cultura. John Lennon había sido asesinado a tiros a comienzos de ese decenio en la entrada del sombrío edificio Dakota. Sangre sagrada.
Dylan temía correr un destino similar. Andaba atrapado en un litigio a muerte con su manager histórico (Albert Grossman), venía de un tormentoso divorcio cuyo desenlace se prolongaba desde hacía más de un lustro y vivía recluido en un hogar tan inmenso como vacío: el Xanadú de Point Dume (Malibú). Vestía camisas floreadas, lucía pendientes y le costaba sostenerse en pie. Estaba gordo y encerrado en su propia estatua. Aún hacía conciertos, pero sentía las giras como una rutina sin sentido. Su público acudía a la misa en busca de un sacerdote que parecía haberse esfumado y del que sólo quedaba un holograma colmado de melancolía.
El maestro beat se había aficionado a la navegación a vela en las aguas del Caribe. Por su puesto, en un barco privado. Pero su rostro no transmitía mucha felicidad, sino desubicación. Probablemente hay que contar con otro ingrediente: la autoconmiseración. El compositor de Duluth, igual que Dante en la Commedia, se había perdido por una selva oscura (la depresión, el alcohol, la soledad) recién cumplida la mitad (ahora sabemos que exacta) de su vida. Vivía un crepúsculo prematuro. Las giras no cesaban –en los años ochenta tocó con bandas como Grateful Dead y Tom Petty & The Heartbreakers– pero necesitaba avivar desesperadamente un fuego que parecía haberse extinguido. De hecho, debía compartir el escenario, que durante años le perteneció en régimen de monopolio, con otros artistas en boga, como Carlos Santana, para llenar con garantías los shows sin depender del perfume del pretérito.
En este lustro, entre los Rundown Studios de Santa Mónica (Los Ángeles) y el Power Station de Nueva York, donde a veces solía dormir en un sofá, grabó tres discos que registran el tránsito desde el ocaso de su fase cristiana-evangélica –Shot of Love (1981)–, su extensión laica –Infidels (1983)– y la desesperada, y a veces ruborizante, búsqueda de un enganche forzado con las tendencias musicales de aquel momento –Empire Burlesque (1985)–. Son tres discos irregulares, grabados siguiendo los singulares hábitos de Dylan –retrasos de más de dos horas en las sesiones, tomas grabadas a las cuatro de la mañana, músicos a la espera sin un plan de trabajo– pero que ambicionaban actualizar la obra de un clásico.
Dylan vivía de la gloria perdida, aunque en su fuero interno deseaba seguir triunfando como las estrellas a las que él mismo sustituyó a comienzos de los sesenta. Ya no era el trovador angélico. Ni el rockero surrealista. Tampoco el compositor maduro que abraza la tradición country como vía purgativa. Necesitaba una cura, pero no era sólo moral, sino integral. Perseguido por mujeres dementes, desaseado, sobrepasado por el inmenso peso de su aura, orgulloso y saturado de sí mismo, Dylan viajaba de costa a costa para rodearse de músicos en ascenso –Bruce Springsteen, Mark Knopfler, Van Morrison o el citado guitarrista mexicano– y productores inmersos en el ecosistema de los hits comerciales. Quería instalarse en el mainstream, aunque fuera a costa de un sonido y unos arreglos musicales que han envejecido más rápido y peor que sus primeros discos, brillantes, puros y naturales. Únicos.
Esta búsqueda, que se alargaría hasta el final de la década en dos discos de estudio –Knocked Out Loaded (1986) y Down In The Groove (1987)– junto a otros grabados en directo –Real Live (1985) y Dylan & The Dead (1988)– se cierra con Oh Mercy (1989), que es el principio del nuevo comienzo que iba a tener lugar con su trilogía crepuscular, creada a partir de la sabia destilación del pasado. Que el músico norteamericano se encontraba a comienzos de los ochenta en un callejón sin salida y con un pie (profesional) en el estribo lo sabemos por su testimonio –lo cuenta en Crónicas, el primer tomo de sus memorias pendientes– y porque su discográfica sacó al mercado una caja-homenaje –Biograph (1985)– donde repasa su carrera.
Parecía la despedida (simbólica) de un artista sublime que pensaba seriamente en retirarse por completo. Final de trayecto. Instalado en un permanente bloqueo creativo, consciente de su decadencia y ahogado por las nuevas olas que coincidían con la depresión; la crisis de la mediana edad vino acompañada por sentimientos de frustración. Con estos ingredientes está construido el caudal sonoro de Springtime in New York (1980-1985), que custodia muchas buenas canciones mal grabadas –parte de ellas mejoraran gracias a la obstinación de Dylan por reescribir sin cesar su catálogo– y joyas que quedaron fuera de sus grabaciones oficiales y no han estado disponibles hasta que decidió a rescatarlas del olvido.
El nuevo volumen de las Bootlegs Series, que reúne casi sesenta piezas, comienza con los ensayos grabados en estudio para de la gira cristiana de inicios de 1980. Es música hecha para calentar con la banda con vista a sus espectáculos religiosos, donde interpreta devotas composiciones de los años inmediatos –la versión de la canción Señor es poderosísima–, redefine sus clásicos –To Ramona– y rescata versiones de temas ajenos, como Jesus Meet the Woman At Well, Mystery Train, Fever, A Couple More Years (incluida, en acústico, en la película Hearts of Fire) o Cold, Cold Heart, de su adorado Hank Williams.
El segundo disco incluye los descartes de Shot Of Love, el último de sus discos evangélicos, donde canta (excelentemente) acompañado por un coro de mujeres afroamericanas –entre ellas, su segunda mujer– logrando instantes cargados de hondo sentimiento. Este Dylan, como evidencia Lenny Bruce (en una versión de música cámara) o Let´s Begin, una deliciosa balada interpretada en vivo con Clydie King, incluida en Trouble No More, se mueve entre el gospel, el soul y el spiritual con una solvencia vocal asombrosa, si tenemos en cuenta que sus detractores le criticaban por cantar mal (aunque no discutieran que componía como nadie).
El tercer disco está consagrado a Infidels, la mejor cosecha de este periodo. Junto los guitarristas Mark Knopfler (Dire Straits) y Mick Taylor (The Rolling Stones) Dylan resucita con salmodias bíblicas como Jokerman y maravilla con Blind Willy McTell –la mejor canción de su carrera, según algunos críticos–, una alegoría sobre los demonios del racismo y la esclavitud en Estados Unidos que fue archivada por el músico al sentirse insatisfecho con la grabación. Su asombroso proceso creativo queda también expuesto en dos temas distintos –Too Late y Foot of Pride– construidos, a la manera cubista, a partir de un mismo motivo: la visión de un mundo apocalíptico en decadencia, lleno de relaciones insatisfechas.
El fecundo legado de Infidels se extiende al cuarto bootleg –ocurrirá también con sus discos comerciales, como muestra la canción Death Is Not The End, que no sería registrada oficialmente hasta 1988 en Down In The Groove–. La colección culmina con las tomas secretas de Empire Burlesque, un disco con excelentes canciones atrapadas dentro de un corsé formal muy de época –baterías electrónicas, sintetizadores, guitarras sin furia– que puede juzgarse como el intento (desigual) de Dylan por adaptarse a aquellos (malos) tiempos. Se trata de un disco sobreproducido que es mejor escuchar en directo –las versiones en vivo de I and I muestran una rebeldía ausente en la grabación– o en otras versiones posteriores, como ocurre por ejemplo con I´ll remember you. En el disco suena encajonada y sin filo. En la grabación de la gira australiana, recogida en Hard To Handle, sin embargo, el tema estalla, demostrando que el bache de creatividad era relativo.
Mucho de lo que escribió en estos años sobrevivirá en su cancionero, como sucede con la reinvención (acústica) de esta misma canción de pérdida interpretada en la película Masked & Anonimous, donde Dylan se disfraza de su penúltimo personaje: un músico de caravana. El presente parecía cada vez más opaco. Herederos de parte de su legado, como Bruce Springsteen, arrasaban en las listas de éxito y el mayor compositor de rock de la historia parecía condenado a ser una vieja gloria. Al músico de Duluth se le veía perdido en el humo de su imaginación, como aparece la grabación de We Are The World, el tema de Michael Jackson y Lionel Richie para una campaña contra el hambre en África. No causó mejor impresión su intervención en el Live Aid, junto a Keith Richards y Ronnie Wood.
Dylan se daba contra los barrotes de su leyenda tratando de salir de la jaula. Su futuro, paradójicamente, no iba a escribirse con el porvenir, sino a partir del pretérito. Entre las grabaciones de esta primera parte de los ochenta a veces jugaba, a modo de divertimento, a interpretar música sencilla, sin complejidad, directa y efectiva. De esa época es Enough Is Enough, un rythym & blues que servía de entremés en algunos conciertos, cada vez con una letra distinta. Esos mismos años pasó por primera vez por Madrid con un breve desvío al miniestadio de Barcelona. En el show de Letterman eligió como acompañantes a Plugz, una banda punk. Era su manera de desmentir que sus días dorados había pasado a la historia.
Había casi olvidado el día, en los sesenta, que Lonnie Johnson, viejo músico de blues, le enseñó algunos trucos con la guitarra rítmica: una sucesión de compases alterados, cadencias levemente desplazadas de su eje melódico. Adornos. Compases de tres notas en lugar de dos. Aquella era una forma tradicional de tocar que, debido al espejismo de la falsa modernidad y a la obsesión de la industria por transformar la música en un producto manufacturado, había sido olvidada. De repente le pareció increíblemente nueva. Así encontró el camino para salir del infierno. El rey debía abandonar el palacio y regresar a la carretera. Igual que los antiguos músicos del Delta. Desde entonces ha tocado en el Vaticano y en casinos y circos ambulantes. Es el Dylan que ha sobrevivido al peso de la púrpura y reedifica otra vez, ahora con cimientos indestructibles, su nuevo imperio. Ya no baila, pero toca y canta como nadie.