Bruce Chatwin: ‘La señora Mandelstam’
Letra Global, tras un acuerdo con la prestigiosa revista Granta en español, publicada por Vegueta, presentará una selección de los mejores textos, una muestra de la literatura contemporánea, con los mejores creadores. Granta en español, que dirige la editora Valerie Miles, ha logrado una gran repercusión gracias a la atención y al mimo de escritores de todos los continentes, con números de una enorme calidad, que han tenido eco en Letra Global, como el que se centró en la literatura de Perú.
Granta en Español, es émula de la revista británica Granta, y se publicó por primera vez en mayo de 2003 por iniciativa de los editores Valerie Miles y Aurelio Major, motivados por la necesidad de interpelar y trasvasar las literaturas que han ido surgiendo en países hispanoparlantes y angloparlantes en los lustros recientes.
La revista en español fue pionera en la internacionalización de Granta, que se expandió en países como Italia, Suecia, Japón, China, Portugal, Brasil, Finlandia, Israel, Noruega, Bulgaria, entre otros. Lo que los editores de Granta en español siempre han pretendido es establecer un diálogo y debate entre países de habla hispana para insertarlo en la conversación internacional por medio de la traducción. Con ello, la revista publica obras originales, novedosas y reportajes narrativos cuidadosamente seleccionados. Y también entrevistas a fondo sobre el arte literario con destacados escritores.
En Letra Global hemos destacado sus recientes números, como el titulado Poéticas del lenguaje, centrado en la música de las lenguas, las palabras vivas que cobran significados distintos, con la ayuda de los traductores. Se trata de un número sextilingue que demuestra la enorme riqueza lingüística en España.
El texto seleccionado es del escritor Bruce Chatwin, Mrs. Mandelstam, que apareció en el número 17 (4 de la nueva época) de Granta en español, con el título de Agua, en la primavera 2016.
La traducción corre a cargo de Lucas Aznar Miles.
Mrs. Mandelstam
Nevaba intensamente la tarde que fui a visitar a Nadezhda Mandelstam. La nieve derretida de mis botas y abrigo formó un charco en el suelo de la cocina. Olía a queroseno y a pan rancio. Sobre una mesa quedaban unos anillos pegajosos de color púrpura causados por un trapo de cocina estampado con un mapa de Queensland que colgaba de un gancho en la puerta, una begonia y una jarra de hierbas secas sobrantes de la levedad de un verano ruso.
Un gordo de gafas salió de su habitación. Me fulminó con la mirada mientras se enrollaba en los carrillos una bufanda gris, y luego salió.
Me llamó para que entrara. Tendida sobre su costado izquierdo, entre las sábanas arrugadas, apoyaba la sien sobre el puño. Me saludó sin moverse.
–¿Qué te parece mi doctor? –dijo con desdén–. Estoy enferma.
El doctor, supongo, era su vigilante del KGB.
La estrecha habitación estaba caliente y había libros y ropa esparcida por doquier. La luz de la lámpara en la mesilla brillaba a través de su cabellera áspera, como el liquen. Ganchos de metal blanco relucían entre los tocones marrones de sus dientes. Tenía un cigarrillo pegado al labio inferior. Su nariz era un arma. Sabías de cierto que era una de las mujeres más poderosas del mundo, y además sabías que ella lo sabía.
Un amigo en Inglaterra recomendó que le llevara tres cosas: champaña, thrillers baratos y mermelada. Miró la champaña y dijo «¡Bollinger!» sin entusiasmo. Miró los thrillers y dijo «¡romans policiers! ¡La próxima vez que vengas a Moscú me tendrás que traer basura de verdad!» Pero cuando saqué tres tarros de la mermelada de naranja amarga de mi madre apagó la colilla y sonrió.
–Gracias, querido. La mermelada, es mi infancia.
–Dime, querido… –me señaló una silla con la mano, y mientras lo hacía uno de sus pechos se salió del camisón–. Dime –se volvió a encajar el pecho–, ¿quedan grandes poetas en tu país? ¿Grandes poetas… de la talla de Joyce o Eliot?
Auden seguía vivo, en Oxford. De manera poco convincente mencioné a Auden.
–¡Auden no es lo que yo llamaría un gran poeta!
–Sí –dije–. La mayoría de voces guardan silencio.
–¿Y en prosa?
–No hay mucho.
–¿Y en Estados Unidos? ¿Hay poetas?
–Unos cuantos.
–Dime, ¿era Hemingway un gran novelista?
–No siempre –dije–. No al final. Pero ahora se le menosprecia. Sus primeros cuentos son maravillosos.
–Pero el novelista maravilloso de Estados unidos es Faulkner. Estoy ayudando a un joven amigo a traducir a Faulkner al ruso. Debo decir que está resultando difícil.
–Y en Rusia –bramó– ya no quedan grandes escritores. Aquí las voces guardan silencio. Tenemos a Solzhenitsyn y ni siquiera él es tan bueno. El problema de Solzhenitsyn es el siguiente. Cuando cree que dice la verdad, dice las falsedades más grandes. Pero cuando cree que está creando una historia desde su imaginación, entonces, a veces, capta la verdad.
–Que es del cuento… –titubeé–. No recuerdo del nombre… en el que la anciana es arrollada por un tren?
–¿Te refieres a «La casa de Matriona?»
–Sí –dije–. ¿Consigue captar la verdad?
–¡Nunca habría podido pasar en Rusia!
En la pared frente a la cama colgaba torcido un lienzo blanco. El cuadro era todo blanco, blanco sobre blanco, unas cuantas botellas blancas sobre un fondo blanco, vacío. Conocía la obra del artista: un judío ucraniano, como ella.
–Veo que tiene un cuadro de Weisberg –dije.
–Sí. ¿Te importaría enderezarlo? Arrojé un libro y le di sin querer. ¡Un libro inmundo escrito por una australiana.
Enderecé el cuadro.
–Weisberg –dijo–. Es nuestro mejor pintor. ¿Es posible que sea eso lo único que se puede hacer hoy día en Rusia? ¡Pintar la blancura!
Traducción del inglés de Lucas Aznar