Recordando a Terenci Moix (I)
El escritor catalán, sobre el que acaba de estrenarse una serie, adoraba a los famosos, a las divas y a los astros, e hizo lo posible para convertirse en uno de ellos, sin por ello dejar de escribir novelas esforzadamente
29 julio, 2023 19:00A Kundera, del que hablamos aquí la semana pasada, le horrorizaban las biografías de escritores, y la publicación de su correspondencia privada, y los testimonios de sus conocidos, pues sostenía la tesis de que el individuo es poca cosa, lo único que importa es su obra; y el trabajo del novelista consiste precisamente en desmontar su vida para reordenar las piezas de otra forma, dando así vida a la obra, mientras que el biógrafo hacía exactamente lo contrario, desmontar la ficción, o sea, en realidad, destruir el esforzado trabajo del narrador, huroneando en ella las huellas de su vida particular, que en realidad es poco interesante.
Terenci Moix (1942-2003) es un exponente de lo contrario. Adoraba a los famosos, a las divas y a los astros, e hizo lo posible para convertirse en uno de ellos, sin por ello dejar de escribir novelas esforzadamente. Quería la fama y sus relucientes lentejuelas, y quería también ser reconocido como un gran escritor.
Veinte años después de su muerte, lo primero lo va a conseguir, por lo menos en parte, gracias a la serie de cuatro capítulos sobre su vida, con testimonios de sus amigos y conocidos, que se estrenó el otro día en Mallorca, en el marco de un festival, y que luego dará pie también a un documental de TVE. En cuanto a lo segundo, lo analizaremos en el segundo y último capítulo que publicaremos sobre él en una próxima entrega de Letra Global.
Un año antes de morirse –claro que esto no lo sabíamos ni él ni yo– Terenci, que en aquellos días publicaba su última novela, El arpista ciego, ambientada, como tantas otras de las suyas, en el Antiguo Egipto de los faraones, con sus ceremoniales pomposos y amoríos desmesurados, que tanto le gustaba, como alternativa fantasiosa a una Barcelona que él, nacido en la plaza del Peso de la Paja pero intelectualmente formado en el Londres Pop y en la Roma eterna y resabiada, le quedaba pequeña, dándose cuenta de que como figura del entretenimiento era muy conocido en España, gracias al premio Planeta que había obtenido gracias a No digas que fue un sueño, y gracias a su subjetiva enciclopedia sobre los astros y estrellas de Hollywood, primero publicada en la Revista Blanco y Negro, suplemento dominical del ABC, muy difundida, muy exitosa y popular, y sobre todo gracias a sus programas en televisión como Más estrellas que en el cielo, donde recibía a los artistas de Hollywood y a las divas de la ópera, pero también gracias al patético y lamentable psicodrama que montó en las páginas de opinión de El País, a partir de la ruptura con su novio de entonces, el actor Enric Majó, contando con todo lujo de detalles sus ganas de suicidarse y sus esfuerzos denodados por dejar de fumar, proyectando una imagen de desvalimiento muy efectiva, sobre todo, para ser compadecido y adorado por los televidentes que años más tarde encontrarían un sustituto plausible para las jeremiadas de Terenci en Jorge Javier Vázquez y sus contertulios, un año antes de morir, decíamos, se dio cuenta de que, aun siendo una figura muy popular y un escritor muy conocido y leído, además, dicho sea de paso, de ser puntualmente un temible polemista, como demostró, por ejemplo, cuando alguien se atrevió a meterse con su hermana Ana María, y él salió en tromba a defenderla con un artículo memorable en el que trituraba al desvergonzado agresor con el peso de una argumentación sólida y un implacable sarcasmo, no era muy respetado entre la comunidad, o la casta o el estamento, o como se lo quiera llamar, de las gentes de letras españolas, que no sólo no valoraban o conocían su escritura sino que juzgaban con un levantamiento de cejas los baratos bisoñés mal encajados en la calva que lucía Terenci hasta que sus mejores amigos le convencieron de usar, por lo menos, postizos de la mejor calidad, o sus salidas de tono ciertamente chirriantes y hasta cierto punto surrealistas–¿era necesario, en verdad, tomar a Mercedes Milá del brazo y ponerse a hacer pucheros ante la cámara, mientras le decía: “Pilar, yo no he conocido aquello a lo que tiene derecho cualquier ser humano, ¡yo nunca he conocido el orgasmo!”?, a lo que la famosa presentadora, aunque tenía muchas tablas, totalmente descolocada y balbuciente (en fin, tal vez estaba ya advertida y fingía también ella), le daba palmaditas en el hombro estremecido por los sollozos y le apretaba la mano mientras trataba de convencerle de que dejase de llorar, estamos en antena, prometiéndole que si perseveraba, y si fuera necesario visitase a un psiquiatra de su confianza, llegaría por fin a conocer el orgasmo…? Aquella escena rompió los contadores de audiencia--.
Terenci tenía como lema la famosa primera frase de Scaramouche de Sabatini, novela muy entretenida de 1921 y película estupenda de 1952, con su famoso, largo y apoteósico duelo entre Stewart Granger y Mel Ferrer de la escena final, que a pesar de sus malabarismos de saltimbanqui, tan emocionantes, sigue rigurosamente las normas de la esgrima en cuanto a ataque, estocada, cubrirse, pase, fondo, finta y romper y demás figuras, de manera que cualquier aficionado o practicante de este deporte puede verla y la disfruta: “Nació con el don de la risa y la sensación de que el mundo estaba loco. Y ese fue su único patrimonio”.
Coherente con este a priori, Terenci, vástago de una familia humilde, autodidacta, homosexual notorio en unos años, principios de los sesenta, en que no era cómodo pregonarlo, dueño de un ingenio fulgurante y una gracia casi infinita, se tomaba el derecho de acceder a la fama y el dinero por el camino que fuese, despreciaba el pudor, atreviéndose a más y más, saliendo de la senda apolínea y bailando en cunetas y taludes, mientras escribía concienzudamente novela tras novela… que sus iguales, sobre todo desde que se pasó del catalán de las primeras al castellano, no querían respetar o considerar. Una vez que había conseguido fama y fortuna esto empezaba a molestarle.
Ahora (en el año 2002) que publicaba El arpista ciego, su nueva –y, como he dicho, postrera– novela, en la que cuaja como un legado su egiptofilia, su culto del amor y de la juventud y la belleza y su adhesión a la cultura y las formas pop, de manera que un personaje del Imperio Medio Egipcio o sea del año dos mil antes de Jesucristo puede ponerse a ver en una pantalla Lo que el viento se llevó, se propuso obtener también la consideración que creía merecer como escritor serio y el respeto del mundo intelectual.