'Cristo en la Cruz' (1884) / MIHÁLY MUNKÁCSY

'Cristo en la Cruz' (1884) / MIHÁLY MUNKÁCSY

Letras

Haydn, las siete últimas palabras de Cristo

El compositor austríaco, por encargo de la aristocracia gaditana del siglo XVIII, compuso una meditación musical sobre la agonía Cristo en la Cruz estrenada en la Semana Santa de 1787

27 marzo, 2023 19:00

Sólo a tu numen prodigioso / las Musas concedieron esta gracia / de ser tan nuevo siempre y tan copioso / que la curiosidad nunca se sacia / de tus obras mil veces repetidas”. Estos versos de Tomás de Iriarte dedicados a Haydn prueban hasta qué punto la música del austríaco era apreciada en los círculos aristocráticos e ilustrados de la España de finales del siglo XVIII. La nobleza madrileña profesaba una verdadera veneración por el maestro de Mozart y Beethoven. Como ha demostrado Marcelino Díez Martínez en un estupendo artículo sobre la cuestión, ello explica el sorprendente encargo que Franz Joseph Haydn recibió para que compusiera lo que acabaría siendo una de sus obras maestras, Las siete últimas palabras de nuestro salvador en la cruz.

La iniciativa se la debemos a dos figuras de la Ilustración andaluza. José Sáenz de Santamaría, marqués de Valde-Íñigo, era hijo de un indiano enriquecido que tras regresar de América se había instalado en Cádiz. Ordenado sacerdote, Sáenz de Santamaría se hizo cargo de la congregación de la iglesia del Rosario, en el centro de la ciudad, e invirtió parte de su fortuna familiar en la remodelación del templo –encargó los frescos nada menos que a Goya–, conocido como la Santa Cueva por un subterráneo que se había descubierto en unas reformas y que se había acondicionado para los ejercicios espirituales de los congregantes.

Retrato de Joseph Haydn (1791) / THOMAS HARDY

Retrato de Joseph Haydn (1791) / THOMAS HARDY

Allí se celebraba el ejercicio de las tres horas, una práctica religiosa originaria de las misiones jesuíticas del Perú e importada luego a España. Cada Viernes Santo, los fieles se reunían entre las doce y las tres de la tarde para meditar acerca de las siete últimas palabras –las últimas frases– que Jesucristo había pronunciado en la cruz. Según cuenta Díez Martínez, había sido un jesuita peruano, Alonso Messía Bedoya, quien había tenido la idea de introducir intervalos musicales entre cada una de las citas evangélicas.

Aunque la iniciativa del encargo a Haydn partió de Sáenz de Santamaría, fue Francisco de Paula María de Micón, marqués de Méritos, quien se encargó de escribir al compositor. Micón era maestro de capilla, gran aficionado a la música y estaba muy bien relacionado con la corte de Carlos III. Fue él por tanto quien le remitió una carta en latín a Haydn explicándole con todo detalle el rito de las tres horas y cómo el templo se vestía de luto para la ocasión, con velos negros en las paredes y las ventanas y una única lámpara central que iluminaba el altar frente al que el obispo se arrodillaba tras la pronunciación de cada una de las frases del crucificado. Al parecer, la descripción impresionó mucho a Haydn, que aceptó el encargo, admitiendo sin embargo que “no sería fácil”.

José Antonio Sáenz de Santa María y Martínez de Tejada

José Antonio Sáenz de Santa María y Martínez de Tejada

El resultado, como decíamos, fue una de las obras maestras del compositor, que además gozó de una gran popularidad en la época. En un principio, Haydn escribió la pieza para orquesta reducida –en la Santa Cueva solo caben unos veinticuatro instrumentistas–, que se estrenó probablemente en la Semana Santa de 1787, con la presencia de su autor, que se volvió a Viena muy conmovido por la celebración y sorprendido por la excentricidad de los gaditanos. Sáenz de Santamaría le pagó con un pastel lleno de monedas de oro que el compositor se encontró en su habitación al retirarse a su posada tras el estreno. Estremece imaginarse a Haydn escuchando su partitura por primera vez en la Santa Cueva, con los congregantes en penumbra y arriba los frescos recién pintados de Goya, apenas dos años antes de la Revolución Francesa. La obra se ha representado desde entonces en aquella capilla cada Viernes Santo.

Las siete últimas palabras tuvo tanto éxito que el propio Haydn hizo una versión para cuarteto de cuerda –el género que él mismo había inventado porque en la finca de los Esterházy, sus patrones, no había más que esos cuatro instrumentos– e incluso autorizó una transcripción, hecha por otro músico, para piano. Una década más tarde, estando en Pasau de camino a Londres, Haydn escuchó una adaptación coral de la obra hecha por Joseph Frieberth con textos del poeta Karl Wilhelm Ramler. A su regreso a Viena, el compositor decidió hacer su propia versión para coro, con los mismos textos de Ramler, aunque revisados. La pieza se estrenó en Viena en abril de 1796 con el título de Die Sieben letzten Worte unseres Erlösers am Kreuze. 

En Madrid, en la Biblioteca Nacional, se descubrió hace unos años una copia de la obra que hasta entonces no se había catalogado adecuadamente. Se trataba nada menos que de una adaptación para cuarteto con un añadido de flauta travesera hecho por un jovencísimo Francisco Barbieri, probablemente como ejercicio de composición encargado por su maestro Emilio Casares en 1840. El cuarteto La Spagna, con Rafael Ruibérriz de Torres a la flauta, ha grabado esta encantadora versión, que viene unirse a las restantes. Todas ellas conforman un cosmos de una riqueza sin parangón en la historia de la música.

Cada una de las diversas adaptaciones ofrece una meditación distinta de la escena evangélica, que podríamos definir como el final de la tragedia en la cultura europea, el momento en que la idea de la muerte se transforma en una afirmación que iba a determinar nuestra relación con ella durante al menos dos mil años. En ese sentido, las siete últimas frases son algo así como los epitafios de la era pagana y el saludo de un misterio, la encarnación, que nos ha representado con una significado que no deja de inquietarnos, por mucho que lo demos por caduco e inoperante.

Oratorio de la Santa Cueva / AYUNTAMIENTO DE CÁDIZ

Oratorio de la Santa Cueva / AYUNTAMIENTO DE CÁDIZ

Para indagar en ello, Haydn, que además trabajó justo cuando estaba a punto de liquidarse en Europa un orden político y religioso secular, al final de la hegemonía cristiana y en los albores de una nueva civilización democrática, ideó una serie de siete adagios precedidos por una introducción en re menor Maestoso ed Adagio y concluidos por un terremoto en do menor, Presto e con tutta la forza. La versión para orquesta, ya sea reducida –es excelente la grabación de Jordi Savall– o extensa –aquí es magnífica la de Riccardo Muti con los berlineses– tiene un componente litúrgico y reverencial que a veces, cuando va acompañada sobre todo por el recitado en latín de las frases, adquiere una elevación claramente devocional.

Lo mismo sucede con la maravillosa adaptación para coro y orquesta –insuperable la de Harnoncourt con el Concentus Musicus Wien– que a la devoción le añade una sublimidad celebratoria, reminiscente de las grandes obras corales de Bach. Digamos que una y otra están pensadas para absorber la atención y suspender el razonamiento, sintiéndose uno parte de la comunidad. En cambio, las versiones para cuarteto –es muy recomendable la de Giddon Kremer de 1982 o la más reciente del grupo Attaca, aunque aquí la variedad es inabarcable– o para piano –fabulosa la de Ronald Brautigam con pianoforte– son reflexivas e invitan a la meditación solitaria.

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Quizá por ello tengan un cariz más romántico y, en el caso de la adaptación para teclado, incluso casi vanguardista. Si vamos a la versión para cuarteto, la más especulativa, podemos apreciar con mayor nitidez las intenciones del compositor. La introducción es una obertura dramática con fuertes contrastes dinámicos, punteada con silencios y articulada con una melodía que se va modulando con una progresiva morosidad. Es un preludio que acaba resultando obsesivo y que nos prepara para la secuencia de los adagios.

En la primera frase, Largo en si mayor, (Pater dimitte illis quia nesciunt quit faciunt, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”), casi puede distinguirse la pronunciación muda y desolada de las palabras de Jesucristo, seguida de una combinación de claroscuros sobre la que sobrevuela la idea del perdón. La segunda, Grave e cantabile en do menor (Hodie mecum eris in Paradiso, “Hoy estarás conmigo en el paraíso”), también se inicia con una frase que parece a punto de ser lenguaje y reproducir la voz de Cristo. Empieza luego un lamento desgarrador que recuerda al inicio del Stabat Mater de Pergolesi y al que le sigue una especie de canto con visiones paradisíacas que produce un fuerte contraste.

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La trama de dolor y felicidad, de luz y sombra, de muerte y vida se va tejiendo inmutable. Mulier ecce filius tuus (“Mujer ahí tienes a tu hijo”) es la tercera frase, Grave en mi mayor, el momento en que Jesucristo empieza a desencarnarse y renuncia a su filiación humana, despidiéndose de su madre. Haydn utiliza tres acordes para describir la escena que luego se desarrolla (es la parte más larga) con una riqueza de matices, disonancias, repeticiones y costuras que anticipan algunos de los pasajes más intensos de los últimos cuartetos de Beethoven,  por ejemplo el Heiliger Dankgesang del opus 132. A ratos parece que estamos ya en ese mundo.

Adagio en fa menor es la cuarta frase, Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me? (“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?), que empieza con un tono interrogativo y se prolonga en una serie de imploraciones en las que resuenan las fuertes dinámicas de la introducción. La segunda parte es uno de los movimientos más innovadores, con un principio traspasado de angustia, compuesto por líneas súbitamente ascendentes y descendentes, un clima agudo y afilado que parece de purgatorio.

Sitio (“Tengo sed”), quinta de las frases, Adagio en la mayor, es la secuencia más afilada y torturante, con las voces en pizzicato y un ritmo severo y angustioso. La sexta frase, Consummatum est (“Se ha cumplido”), Lento en sol menor, parece recoger todas las tensiones previas y resolverlas en un conjunto armónico de una suave melancolía. In Manus tuas Domine commendo Spiritum meum (“A tus manos encomiendo mi espíritu, Señor”), última de las frases del Evangelio de Lucas, Largo en mi bemol mayor, expresa toda la alegría del encuentro divino. Y finalmente, en el breve y tremendo Terremoto, Presto con tutta la forza, Haydn, siguiendo la tradición barroca, evoca el temblor de la tierra después de la muerte de Cristo.

Aunque no estaba en el ánimo de Haydn, es inevitable que nosotros, oyentes modernos, además de entender esa explosión final, que destruye las formas previas, como la catarsis religiosa que supuso en la naturaleza el ingreso del crucificado en la eternidad, percibamos también un anticipo de la revolución que estaba a punto de sacudir Europa, todo aquello, por ejemplo, que le quedaba por ver y registrar a Goya y que sigue siendo nuestro terremoto. Por ello Haydn, con Las siete últimas palabras, nos legó una obra que trasciende y amplía los límites devocionales para transformarse en un espacio de meditación inagotable.